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El sexto encierro discurre limpio, rapidísimo y vibrante

A eso de las once de la noche, lejos del ruido de la ciudad, Cacereño y sus cinco hermanos, todos con el hierro del Marqués de Domecq esculpido en sus lomos, suben desde los corrales del Gas al de Santo Domingo. En silencio. Sólo caminan con ellos las voces de los pastores, los chasquidos de las varas y el sonido apagado de una fiesta lejana. La manada respira la luna. Durante unos minutos, el filo de las astas abre la oscuridad como un melón negro y maduro. La angosta calleja de los Toros, la destartalada plazuela de Arrisko, el puente de Rochapea y la cuesta hasta el sitio preciso en que aguardarán que termine su última noche. Es el encierrillo: una carrera fantasmal, un rito que prepara el día.

Con el sol alto, a las ocho de una mañana tibia, el primer cohete. Tiembla el mundo. En poco más de dos minutos, Cacereño, castaño claro y bien armado con unas defensas que miran las estrellas, beberá la luz. Es el sexto y más rápido encierro de los sanfermines en curso (no hubo cornadas. Sólo cinco heridos, ninguno de ellos durmió en el hospital, con el cuerpo golpeado, zarandeado y fracturado). Si antes los brutos se enfrentaban al silencio de un túnel, ahora se dan de bruces con el luminoso trajín de unos cuerpos enfermos de fiebre y ruido.

Cuentan que por el encierrillo es posible conocer el comportamiento de los toros a las claras del día. Los espectadores de esta carrera nocturna se apresuran a contar a quien quiera prestar el oído que castaño y guapo abría la manada a buen paso. 'Han ido muy rápido', dice sorprendido Alberto.

Alberto, que hace 25 años se acerca a San Fermín, recibió un puntazo en el codo un día antes y pronostica una carrera veloz. Los pastores, curtidos en mil plazas, no se atreven a tanto. La experiencia dicta a Chichipán, Rastrojo y sus otros seis compañeros que el toro, animal de pezuña dura, es impredecible.

Se abren las puertas de Santo Domingo y de la tranquilidad de la noche ya no queda ni el aliento. La manada discurre agrupada, presa de un susto mortal. Los toros no hacen caso a lo que bulle a su alrededor. Envenenados de la luz del día, se precipitan calle arriba. Curva del Ayuntamiento, la bajada de Mercaderes y el giro que da entrada a la larga carrera de Estafeta. Sin respiro. Tal y como imaginó Alberto. El miedo y la furia iluminan los pitones.

El general desplome esta vez apenas dura un instante. La manada se abre. Delante de cada toro flamea un cuerpo. Se viven carreras hondas. Un corredor ve hueco, entra, escucha el bufido de la bestia, conduce su cabeceo unos metros y se retira a un lateral. Magistral el joven experto Dani Oteiza. Entra un compañero. Como si continuase el cuerpo precedente. Toda la calle, todo Pamplona es un único cuerpo embebido en la punta de 12 dagas.

Cacereño ve un periódico, escucha el retumbar de sus pezuñas sobre la piedra y huele el cuerpo de una ciudad en llamas. Ni rastro de la noche callada del encierrillo. La calle es luz.

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