Ser alcalde de pueblo pequeño
Ciertamente ser alcalde en democracia debe ser cosa bien difícil y compleja, casi titánica diríamos por los grandes conocimientos que se presuponen, siquiera generales, en la persona del candidato, mayormente novato o incompetente. Nadie se para a pensarlo, pero la cosa es más grave de lo que parece, tanto como ejercer la medicina de la noche a la mañana sin ser médico, o la abogacía sin saber leyes. La ligereza y temeridad de algunos es tan grande y lustrosa que no se ve hasta que es demasiado tarde. A ello ayuda, sin duda, la ambición desmedida del aspirante, cegado por la vanidad, incluso endiosado, y la alegre decisión de unos votantes guiados por una fachada o presencia contundente y aparentemente segura. De ahí los estrepitosos fracasos y desbandadas de unos y otros pasadas las primeras fotos. De ahí también el descrédito considerable que de siempre acompaña a la clase política.
Todo esto queda amortiguado, disimulado o difuminado en los grandes ayuntamientos y sus equipos de gobierno, por el control de la oposición y la garantía de unos medios de comunicación independientes, instantáneos y poderosos, etcétera, pero no en los pueblos pequeños, donde queda descarnado y a la vista de todos el valor personal, y tapadas o cubiertas las mezquindades con mentiras de niño. Donde se persigue la libertad de expresión con querellas judiciales y se compran los silencios con promesas y recompensas futuras que eviten que se propague la verdad siempre ofensiva e injuriosa para el que manda. Ser alcalde de un pueblo pequeño es serlo todo y poderlo todo, los demás son meros comparsas. Por eso yo propongo una locura: el que se examinen y aprueben con nota los aspirantes o en su defecto quede por cuatro años desierta la plaza, y en manos de gestores profesionales nuestro destino. Va por usted señor alcalde.