_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Everest

El alpinista acababa de coronar el Everest y en la cima había experimentado una sensación de euforia espiritual, pero no de inmortalidad, como él creía. El Everest ha perdido la soledad, su máximo don, que era similar a una mística. Sube ya tanta gente a la cumbre del Himalaya que esa proeza se ha vuelto rutinaria y está derivando hacia el simple excursionismo. Este alpinista poseía aún la vieja pasión por la montaña. En la escalada desde el último refugio hasta el techo del mundo se había cruzado con otros compañeros que subían o bajaban por la arista cimera en medio de la ventisca. En la cumbre sólo se permite el tiempo para hacerse una foto de testimonio y extasiarse brevemente en la posesión salvaje de sí mismo. Hay que dejar sitio para los que llegan. Cumplido este rito el alpinista inició el descenso y 500 metros más abajo encontró a otro montañero sentado en un bloque de hielo colgado sobre el abismo. Parecía que estaba allí descansando. Después de saludarlo con un gesto se sentó a su lado para protegerse de las ráfagas de viento y al principio ninguno de los dos habló, pero una vez recuperado el aliento, el recién llegado inició una charla amigable con aquel desconocido. Le preguntó cómo se llamaba, qué nacionalidad tenía y si había llegado ya a la cima. El otro no le contestó, aunque sonreía. Durante un tiempo le siguió hablando de otras cosas, algunas eran banales, otras más íntimas. Le dijo que había subido al Everest porque le acababa de abandonar una mujer, que fue el amor de su vida y trataba de recuperarla de esta forma. Aquel montañero silencioso parecía escucharle con atención mientras los dos contemplaban el resplandeciente glaciar en el fondo del precipicio. Después de haber estado aquí ¿cómo voy a soportar un mundo tan sucio sin ella? -se preguntó en voz alta. Fue entonces, al no recibir respuesta, cuando se dio cuenta de que a su lado aquel hombre estaba muerto. Según supo después, llevaba muerto más de 30 años y permanecía en esa cota congelado con la mirada fija y la sonrisa intacta. El camino hacia la cumbre del Everest está sembrado de cadáveres. Algunos tienen suerte y sus amigos los arrojan al vacío, otros sirven de mojones en la ascensión, pero aquel cadáver sentado era muy viejo; ya había escuchado muchas historias de amor de otros escaladores; estaba allí para demostrar que la inmortalidad nunca se halla en la cumbre sino un poco más abajo.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_