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Crítica:ÓPERA | Días de llamas
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Días de llamas

Si Los maestros cantores, de Wagner, se presta a una lectura en clave sociológica Fidelio, de Beethoven, es una ópera directamente política, o de ideas, si se prefiere, en su exaltación de los valores de la libertad y en la defensa a ultranza de algo tan poco de moda en la actualidad como la fidelidad (la conyugal en primer término, pero la relacionada con la justicia a continuación).

De fidelidad hay que hablar en primer lugar a propósito de Daniel Daniel Barenboim. Momentos antes de la representación de ayer, el director argentino comentaba que Mozart y Beethoven han sido dos de sus compañías musicales más familiares a lo largo de sus 50 años ya de carrera. Esa fidelidad beethoveniana se percibió de lleno en su versión de Fidelio. Si en Los maestros adoptó un criterio de objetividad, en el único título de Beethoven para la escena se decantó desde el principio hasta el final por una fogosidad que sobrepasaba lo específicamente musical. Barenboim defendía con pasión la partitura de Beethoven, pero defendía con más pasión aún el concepto de la libertad, con lo que la representación de Fidelio tuvo un fuego, y no por casualidad, del que careció la de Los maestros.

Tuvo fuego, y tuvo un equilibrio entre escena, voces y foso, muy apropiado a una ópera como Fidelio, equidistante de una lírica testimonial, un oratorio de corte sinfónico y una declaración de buenas intenciones, todo ello en un contexto que parte de la herencia dejada por Mozart con La flauta mágica, y que anticipa de alguna manera la línea musical defendida por Weber.

Lo entendió muy bien Stéphane Braunschweig, que a base de geometría, luz y perspectivas, consiguió un efecto permanente de opresión y misterio desde planteamiento escénico. Al igual que hizo el año pasado en Aix-en-Provence con El caso Makropulos, de Janacek, el director escénico creó una atmósfera de sugerencias desde la aparente sencillez, y permitió que la historia se pudiese seguir desde una opción de lenguaje personal, sin necesidad de recurrir al realismo. Los actores pululaban por los rectángulos del juguete geométrico en función de la trama y sus mensajes. Nada obstaculizaba la plenitud de su canto, y desde el canto se lucieron a un nivel bastante homogéneo, del que sobresalieron René Pape y Deborah Voigd, mientras Stephan Rügamer y Simone Nold, introducían un toque de frescura, y Thomas Moser superaba sus limitaciones a base de una credibilidad teatral que quedó de manifiesto ya desde su primera intervención en el comienzo del segundo acto.

Los valores teatrales venían fundamentalmente, en cualquier caso, desde el foso orquestal. Los valores teatrales o, si se quiere, la tensión dramática. Fue impresionante el comienzo del segundo acto, o el acompañamiento en la primera intervención de los prisioneros, y fue admirable la variada gama de recursos musicales que definían cada una de las situaciones, a pesar de algún momento menos feliz, como el acelerado final. La Ópera de Berlín se reflejaba a sí misma en el valor de una propuesta global que tenía su corazón en los aspectos orquestales. Ahí está la diferencia clave que da personalidad a los diferentes teatros. El coro berlinés resolvió sus dificultades con oficio, teatralidad, coraje y hasta brillantez, sin un nivel especialmente depurado de sonido.

El éxito fue impresionante. No era para menos. El Teatro Real estaba viviendo una de sus noches más redondas desde su reinauguración. Barenboim redimió al Real el año pasado con Tristán e Isolda. La reválida de Fidelio le hace acreedor a la santidad en Madrid. San Daniel Barenboim, que mal suena. En fin, dejémoslo por ahora.

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