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Morir de amor

Leí en La Vanguardia un largo artículo de Horacio Sáenz Guerrero, Morir de amar demasiado. (Hace ya años, seis o siete; la memoria cronológica aislada no suele salirse demasiado de órbita). El recuerdo me trae ese artículo por el titulito y porque salía en las páginas de opinión, en las que predominan abrumadoramente los temas políticos, seguidos a distancia por los sociales. Revistas y suplementos literarios son, al parecer, tribunas más idóneas para la divagación y la reflexión íntima, sea o no sentimental. Pero hállese la política en la base o en la cúspide de la pirámide, en el fondo todo es política. (Espero que, por decir esto, no se me acuse de plagiario de Aristóteles). Política es, por ejemplo, morir de amor o morir de odio, amar a secas u odiar a secas: pues unas épocas son más propicias que otras para el canibalismo de unos sentimientos en beneficio de otros. Detrás de ese fenómeno siempre hay factores sociales, o sea, políticos. Los sentimientos corren peor o mejor suerte según el sistema -y sus variantes y visicitudes- que los estimula o los aplasta. Decía Camus que un verdadero amor florece una o dos veces por siglo. Reducido el fenómeno así, a sólo cronología, es una mera constatación para el esbribano. Un siglo, dos, medio. Dependerá de una fase socioeconómica sostenida y siempre dentro de los vaivenes de un sistema socioeconómico.

A mí me agrada que cuestiones individuales puedan ser objeto de un artículo en cualquier sección de todo diario de calidad. Es otro paso más en la intromisión de la literatura en la prensa. Se produce una fertilización doble: los buenos periódicos adquieren un perfil literario y en las obras literarias se hace cada vez más patente la influencia del periodismo. Este se ha convertido ya en un género literario con todas las de la ley. Conozco a gente que colecciona con mimo artículos de prensa, que ya no son unánimemente productos de usar y tirar. Menos, en todo caso, que en el siglo XIX, cuando aún se estaba lejos de la era del consumismo.

Recuerdo que mis estudiantes estadounidenses querían conocer mi vida y milagros. Mi edad, mi lugar de nacimiento, mis visicitudes, mis ideas y mis sentimientos. Si creía o no creía en Dios, si estaba casado, si tenía hijos y qué opinaba del amor y la felicidad. No me preguntaban por mis ideas políticas.

Pronto comprendí esa actitud. Lo que aquellos estudiantes no querían era aprender con un robot. No hay mucha diferencia entre un artilugio mecánico y un señor que se planta ante la clase, suelta el rollo y se va. Del otro modo se establecía una corriente de simpatía mutua y ellos se esforzaban más en aprender siquiera para no decepcionar a un profesor con el que existía un vínculo humano. Al mismo tiempo, se movilizaba el sentido crítico. (¿No será, me preguntó una vez una estudiante pizpireta, que a usted no le gusta este personaje porque se aferra a todo lo que usted odia?). Por aquellos años, un profesor universitario publicó un libro en el que abogaba por las relaciones sexuales entre profesores y alumnos. El engendro, del que no recuerdo el título, levantó cierto revuelo. No sabría decir si aquel bravo mojón conservó finalmente su cátedra. Decía el individuo que él sólo pretendía combatir la impersonalidad de la vida actual, sin percatarse, supongo, que con su fórmula fomentaba el mal que, según él, pretendía combatir.

Estoy intentando decir que tenemos que luchar en todos los frentes contra el gélido racionalismo de un sistema que, en sus orígenes, quiso basarse en el funcionalismo para mejorar las condiciones de vida, pero el instrumento se le fue escapando de las manos, el medio se convirtió en fin y es así como hoy vivimos por y para la máquina. Ahora toca contrarrestar el caos racional con una explosión heterogénea de los sentimientos. Muramos metafóricamente de amor sentido y consigamos así que el sistema no tenga más opción que cambiar de rumbo. El sistema es menos fuerte de lo que parece, pues está minado desde dentro y sólo así se comprende que sus saboteadores consigan que se cancele una reunión del Banco Mundial en Barcelona. Que habiendo menos escasez el foso entre ricos y pobres en lugar de disminuir aumente, tiene que sacudir muchas conciencias entre los creadores del despropósito. Y las está sacudiendo.

No es nuestro tiempo proclive al amor, sino al sucedáneo. El amor mitológico de Bauncis y Filemón sería la ruina del sistema socioeconómico. (Engels, por cierto, en su estudio sobre la India no colocó en la base de la pirámide ni la tecnología ni el capital, sino las castas. No es el señor Karl Popper el mejor antídoto contra el determinismo suave del gran Engels). Baunsis y Filemón. Un matrimonio anciano, campesinos que siempre habitaron la misma cabaña. Hospedan a Zeus disfrazado, éste les revela quién es y les pide que formulen un deseo. Morir juntos, dicen. Mueren, abrazados, y resurgen en forma de roble y encina, con las ramas entrelazadas. No existe historia más bella, ni en la historia ni en la leyenda ni en la mitología. Imposible simbolizar mejor el gran anhelo íntimo del ser humano cuando se siente libre, (aunque en realidad sólo lo sea relativamente, como estos dos enamorados).

Pero nosotros somos absolutamente esclavos del sucedáneo. Esta es una sociedad que toma la malta por café y la sacarina por azúcar. El hombre de la caverna de Platón, pero en términos caseros. Aquí nadie muere de amor y a muchos les matan los sucedáneos que segrega en profusión el sistema socioeconómico. Los personajes que desfilan por Tómbola son un magnífico ejemplo. Enamoradísimos hoy de Fulano(a), mañana lo estará de Zautano(a). Y así van de lecho en lecho y de consumo en consumo, que es lo que se trata de demostrar. Viajes, automóviles, restaurantes, vestuario, perfumes, joyas y demás productos que sustenta el gran bazar de la sociedad miserablemente opulenta. El amor sin trampa ni cartón se contenta con poco y eso es subversivo. Como máximo, sea usted cliente imposible de Beatriz y posible del burdel, como Dante. Pero no haga como don Quijote, cuyo amor por Dulcinea es, ciertamente, un pretexto con sabor a Freud. Un aditamento imprescindible en el mundo de los caballeros andantes. Pero en el caso de don Quijote, por el lado de una austeridad rayana en la miseria. Que nuestro amor sea políticamente correcto, como el de aquel fime Una proposición indecente. Todo por la solidez del tinglado.

Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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