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Crítica:TEATRO | 'DON JUAN O EL FESTÍ DE PEDRA' | GREC 2001
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Un Don Juan para Homar

El Teatre Grec es un teatro especial. Al mismo tiempo que está obligado a ser popular, aspira igualmente a la cultura. Basta mirar los tres montajes que se presentan en él para entender cómo funciona el Grec. Al Don Juan de Molière, con el tándem de prestigio Ariel García Valdés y Lluís Homar, le siguen Bodas de sangre, Lorca dirigido por Ferran Madico (triunfador de pasados Grecs), y una Medea, de Eurípides, protagonizada nada menos que por Núria Espert. Teatro, en definitiva, canónico y nombres de relumbrón. Dos elementos que aseguran el favor de un público en muchos sentidos fácil de conformar, pero que al mismo tiempo impone sus reglas.

¿Por qué un molière? Seguramente no es la pieza que hubiese elegido Ariel García Valdés, quien confesaba en la rueda de prensa haber descubierto al fin a un autor que hasta entonces jamás le había llamado la atención. Y con todo, el Don Juan de Molière es una de las obras que brillan en el repertorio universal. En el Grec cumple la función de inaugurar el festival, e inaugurarlo con una comedia, aunque sea ácida, o filosófica, una comedia, en el fondo, negra. Quizá hayan sido las reglas del Grec, esa necesidad de contundencia estética, de teatro bien hecho, o quizá la misma prevención de García Valdés al acercarse a un autor no amigo, el caso es que se tiene la sensación de que la lectura que se ha hecho del Don Juan de Molière es una lectura tímida, precavida, con un solo gran invento personificado en la formidable interpretación de Lluís Homar.

El Don Juan de García Valdés es de 'jet-set', con gafas de sol y gesto torcido de cocainómano

El Don Juan de García Valdés es un Don Juan de jet set, un Don Juan con gafas de sol y gesto torcido de cocainómano, alguien que se apea del racionalismo sobre el que lo aúpa Molière para dejarse llevar por un pasotismo radical, porque a Don Juan, en este caso, le importa un bledo que dos y dos sean cuatro, le importan un bledo, incluso, sus conquistas, o que exista o no el infierno. No es, desde luego, el Don Juan blasfemo de Tirso de Molina, es menos galante y tramposo que Casanova, menos cínico que los libertinos de Choderlos de Laclos, menos furioso que el marqués de Sade. Resulta, en cambio, más fácil imaginárselo en Marbella anclado en el hastío vital, alguien para quien el infierno sea incluso una experiencia liberadora.

La idea es excelente, pero no acaba de llevarse hasta las últimas consecuencias y la lectura de este Don Juan acaba resultando híbrida. Sganarelle, un falso meapilas de requiebros filosóficos, que sólo ante la muerte de Don Juan acaba desenmascarándose como el verdadero materialista que es, diríase que no conoce a Don Juan, a su amo, porque todos sus intentos de llevarlo por el buen camino no rebotan en el incrédulo, sino que resbalan sobre el pasota. Lo mismo ocurre con la galería de personajes con que Molière entreteje las peripecias de Don Juan. Pertenecen a otros Don Juanes, a otras lecturas, otros registros, ensamblados por la mano maestra de un director excelente, pero no orientadas a alcanzar un objetivo único. Los campesinos están, además, mal planteados, demasiado zafios para un Don Juan tan hastiado, demasiado antiguos para un Don Juan tan moderno.

Desde luego, este Don Juan está pensado para Lluís Homar que vuelve a hacer un trabajo brillante, sin el menor derroche de energía, magnético, un individuo de alma carcomida por el exceso, capaz de radiografiar el mundo de forma gélida, sin ni una sombra de autoengaño. A su lado, y pese a situarse en planos diferentes al de este Don Juan marbellí, hay un muy buen equipo de actores. Jordi Boixaderas (Sganarelle) sostiene el duelo aunque no tenga a quien lanzarle sus diatribas. Y los demás están bien, muy bien dirigidos, sólidos sobre el escenario, aunque no tengan otro papel que el de hacer que el personaje de Don Juan progrese en sus peripecias y muestre su perfil poliédrico.

Jean Pierre Vergier (escenografía y vestuario), colaborador habitual también de Georges Lavaudant, construye como escenografía única un puente roto, quebrado sobre una playa, un desierto. Un espacio obviamente simbólico de la inviabilidad de un Don Juan moderno, cuando el cielo y el infierno han sido al fin barridos de una sociedad que carece de otra ideología que la del dinero. Suyos son muchos logros plásticos que le dan a este molière un indudable toque de gran teatro.

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