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Tráfico: un solo muerto es ya demasiado

Eso mismo decía Nelson Mandela, a propósito del drama sudafricano, en 1998: un solo muerto es ya demasiado. Eso mismo podemos proponer hoy, a propósito de otro conflicto, esa guerra de baja intensidad, como ha sido calificada por algunos, la guerra del asfalto: un solo muerto es ya demasiado.

Lo acaban de expresar de manera rotunda los habitantes de Xeraco, a cuenta del último y absurdo accidente de tráfico, perdón por la redundancia, que ha costado la vida a una vecina de la localidad: Ni un mort més.

¿Resulta una ingenuidad pretender acabar con las muertes en la carretera y en nuestras calles? ¿Es utópico reclamar el cero como objetivo para la siniestralidad vial? ¿Debemos aplaudir a la Administración cuando celebra una rebaja, por significativa que sea, en la cifra de accidentes? ¿Tiene sentido hablar de puntos negros en las carreteras cuando en realidad éstos se encuentran en la cabeza de muchos planificadores y conductores?

Son cuestiones que deberían mover a la reflexión social y, lo que parece imprescindible, al debate político. Curiosamente, una de las peores lacras de nuestra sociedad no merece un debate consistente: el tráfico y sus secuelas de muerte y desgracia apenas han generado una comparecencia ministerial o una sesión en el Parlamento. Por cierto ¿qué fue de aquel Pacto propuesto por el Senado en 1991 con criterios y objetivos tan prometedores?

Reconozcamos que, dados los vientos ideológicos y políticos que corren por estos pagos, no resulta fácil, ni correcto, proponer medidas que signifiquen restringir el uso del automóvil.

Lo que impera es más bien lo contrario; desregular, esa es la palabra, menos Estado (para todo) más iniciativa privada: la lógica del beneficio contra la lógica de la vida.

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Pero vayamos por partes:

1.- Intentar acabar con los accidentes de tráfico debiera ser un objetivo prioritario de cualquier Gobierno, un asunto de Estado, igual que acabar con el terrorismo, la violencia doméstica o las drogas. No daré ninguna cifra, para ser coherente con el planteamiento inicial: un solo muerto ya es demasiado, en cualquiera de las esferas señaladas.

2.- Dicho lo anterior, conviene acabar con la fatalidad, señalando que hay países (Suecia es uno de ellos), que están ensayando nuevas estrategias para combatir la plaga de los accidentes de tráfico. La más ambiciosa, sin duda, es la llamada Visión Cero: los accidentes son una epidemia que debe ser erradicada, no simplemente atenuada. Para ello, es preciso una revisión radical de la gestión del sistema de transportes y de la seguridad vial: de los automóviles, de la carretera. El tráfico debe ser ordenado de manera que, si ocurre un accidente, no ha de causar la muerte ni daños irreversibles. Este es el reto que asumió en 1997 el Parlamento Sueco al incorporar la Visión Cero a su política vial. La falta de espacio nos impide explicar con detalle la propuesta.

3.- Otras estrategias, como la de 'calmar el tráfico' -disminuyendo el número de vehículos en circulación y la velocidad de los mismos- llevan ya años de experimentación, con muy buenos resultados. Se trata, sobre todo (tomen nota los proyectistas) de diseñar las carreteras y vías con criterios opuestos a los actuales. Hoy lo que predomina es proyectar vías de alta velocidad (vías de asfalto y también vías férreas) que posteriormente se maquillan -no siempre- para mejorar la seguridad vial.

Las nuevas corrientes sustituyen el concepto de 'nivel de servicio' de la carretera, basado en la velocidad, por el de la 'calidad de servicio' que integra seguridad, fiabilidad, paisaje, adaptación al medio ambiente y gestión de la velocidad a la baja.

Igual sucede en medio urbano: desde hace más de cuatro décadas, la 'capacidad' de tráfico de una calle prima la fluidez y la máxima ocupación por los coches. La 'capacidad ambiental', en cambio, prioriza las cualidades de bienestar de la calle y, por tanto, fija el número máximo de vehículos que pueden circular por ellas. La implantación de zonas 30 en las ciudades, o la simple exclusión del tráfico rodado en determinadas áreas, constituyen ya una práctica habitual en muchas regiones de Europa.

Muchas de las innovaciones tecnológicas y de gestión proceden, curiosamente, del imperio del automóvil, los Estados Unidos de Norteamérica, donde se mantienen límites de velocidad mucho más bajos que en Europa.

En nuestro país, en cambio, la constante presión para ampliar los límites máximos ha calado en los partidos políticos: un error gravísimo que pagaremos todavía más caro.

Es cierto que muchos conductores de la 'gama alta' creen que, con los modernos vehículos y las modernas carreteras, los límites de velocidad se han quedado anticuados. De hecho, una buena parte de ellos ya ha adaptado por su cuenta la ley a sus propios gustos, (amparados, eso sí, en una casi total impunidad). La experiencia y la investigación demuestran, sin embargo, que los conductores se arriesgan más cuando perciben un entorno más seguro en su vehículo o en la carretera. Y en consecuencia, los accidentes no disminuyen.

4.- Un elemento clave en la estrategia de control de accidentes lo constituye la gestión de la velocidad. También los comportamientos del conductor, y muy especialmente el relacionado con el alcohol. Pero ya sabemos lo que pasa con ambas variables: son un signo de status social. La velocidad, especialmente, es estimulada impunemente por la publicidad de los productos, y también por la política oficial de construcción de infraestructuras. (El alcohol es una droga legalmente permitida, como el tabaco; el uso del coche puede causar la muerte o la desgracia permanente aunque las autoridades sanitarias no avisen de ello en la etiqueta. De todos, el cínico Estado saca sus impuestos aunque paga una factura muy superior por sus costes).

¿Qué se puede hacer?

Habría que comenzar por recuperar la legitimidad democrática del control de velocidad, como sugiere Yvon Chich. Porque resulta fácil y demagógico asociar velocidad con libertad; soportes ideológicos no le faltan a este peligroso sofisma.

Se podría decir que la política de seguridad vial tradicional, legitima la accidentabilidad, por-que la considera un precio inevitable del progreso; la culpa la desvía hacia los conductores y en todo caso, sugiere que se puede aliviar la situación con coches más seguros -o sea, más caros- y más carreteras de alto nivel. La tozudez de las estadísticas muestra, sin embargo, que las cosas no van mejor.

En cambio, eludiendo su responsabilidad, la Administración oculta el fracaso político que supone tanta desgracia continuada. Y lo que es peor, se está perdiendo la oportunidad de reducir sustancialmente la accidentabilidad.

¿Cómo? Pues promoviendo una transferencia al transporte colectivo, limitando la potencia de los automóviles, aplicando estrictamente la limitación de velocidad e introduciendo reformas en el Código Penal para tipificar como delito lo que hoy, es, con la ley en la mano, una simple falta administrativa.

Por desgracia, los debates de estos días en el Parlamento sobre la reforma de la legislación vigente, no van en esa dirección y parece ser que se están estancando al fijar los límites máximos para considerar cuándo una falta es muy grave. Eso, con todos los respetos, se llama coger el rábano por las hojas: es probable que si un vehículo alcanza los 180 km/h (una de las cifras que se barajan) la sanción la paguen sus herederos.

Joan Olmos es ingeniero de caminos.

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