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Columna
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La Tarasca

A los granadinos de siempre, es decir, los que reproducimos ese modelo aguado y sonoro que simboliza la Fuente de las Batallas Perdidas, nos gusta discutir sobre el vestido de la Tarasca. Bueno, en realidad el vestido no lo lleva la Tarasca, la fiera monstruosa y de boca enorme que sale en procesión durante las fiestas del Corpus, sino la muchacha que va a su lado, el maniquí más famoso de la ciudad, que exhibe las últimas sorpresas de la moda con un poco de descaro y mala fama, sin dejarse atemorizar por los cabezudos, los gigantones, las bandas de música, las obras públicas, las campanas de la catedral y los ojos inquisitivos que se agolpan en las aceras y los balcones. ¿Cómo iba la Tarasca? En estos primeros años de mi vejez prematura, cuando todo empieza a llegarme como la música lejana de una caseta de feria, recuerdo las bandejas de pasteles del Sol, los López o la Bernina, las tazas de té con marcas de carmín y los comentarios de mi abuela, de mis tías y de mi madre sobre el vestido de la Tarasca. Falda corta, falda larga, media pierna, demasiado escote, muy elegante pero sencilla, horrorosa este año, una ordinariez, bolso a juego con los zapatos de tacón, y así hasta un infinito meticuloso de opiniones, en el que llegaban a sedimentarse los gustos de familia, las simpatías despertadas por el alcalde y el orgullo granadino, que se parece más, todo hay que decirlo, a una torta Maritoñi que a un pastel de nata, porque en las buenas casas siempre se consideraron de mal gusto los orgullos municipales.

Discutir sobre el vestido de la Tarasca es como disparar con pólvora de rey o como hacer cálculos con el dinero del premio gordo de la lotería antes de que toque. Los granadinos de hoy, es decir, los nuevos inquilinos de la espuma en la Fuente de las Batallas Perdidas, han heredado de las antiguas familias su pasión por la nada, y discuten de lo que no tiene importancia, para olvidar los problemas graves, las sombras que duelen, el territorio de la incertidumbre ciudadana. ¿Qué idea de sí misma tiene hoy Granada? ¿Qué modelo pretende seguir? En medio de los preparativos del Corpus, mientras se discutía en los sótanos de la Plaza del Carmen el vestido de la Tarasca, el expreso nocturno Sierra Nevada (Almería, Granada, Madrid) realizó su último viaje, entrando en ese cementerio de elefantes domados que son las vías muertas de las estaciones y las memorias sentimentales de las ciudades. Era un tren de posguerra, un aullido interminable de lobo metálico y viejo, una reunión apesadumbrada de sillones, literas y coches-cama que tardaba una noche oscura en recorrer dos horas, que es lo que tarda el AVE en llegar de Madrid a Córdoba. Sí, era el tren del pasado, de las botas de vino y los bocadillos de chorizo, de los emigrantes hacia el Norte, del viaje de novios de nuestros padres, de las escapadas rebeldes y la juventud combativa, un resto arqueológico. ¿Melancolía? No, ninguna; sólo decir que el pasado es algo cuando no hay futuro, cuando los vagones de la prehistoria no se sustituyen por un tren digno, cuando se deja a la ciudad en un mundo vacío, en un territorio desvaído entre los recuerdos y las profecías, discutiendo sobre la nada, sobre el vestido de la Tarasca.

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