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El último humanista

Doblan estos días las campanas por la muerte de un hombre de bien, Pedro Laín Entralgo. Un hombre que tuvo en su vida tres hondas pasiones: la de médico historiador de la Medicina, la de humanista y la de español preocupado por España, todas ellas con energía y autenticidad. Como dije en otra ocasión, el inmenso caudal de su saber, sus profundas y extensas lecturas, su dominio de las lenguas -aprendidas con grandes sacrificios- clásicas y modernas, y la curiosidad por el 'otro', por el prójimo, hicieron de Laín uno de los últimos humanistas que nos quedaban, último porque la marcha del mundo hacia una multicultura universal hace difícil que en la mente y en el corazón de un solo individuo quepan tantas cosas como cupieron en ese ilustre aragonés.

La Historia de la Medicina ha sido una asignatura creada en la Universidad española por Laín, y hoy día existen, gracias a él, multitud de cátedras en España, y fuera de ella, de esta nueva disciplina.

Pero, como todos los intelectuales españoles de rango y con alma auténtica, la preocupación por España fue uno de los grandes temas de sus escritos. 'Dios mío, ¿qué es España?', se preguntaba, igual que antes, su admirado Ortega en su libro A qué llamamos España. Siempre recordaré, como síntoma de la pobreza en su juventud de nuestro país, lo que Laín contaba de sus estudios de bachillerato en Soria, hacia 1918, en que era costumbre 'dejar para el día siguiente el pan recién comprado porque así, estando más duro, era menor la cantidad que se comía de él'.

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Veía al español propenso a recrearse en un pasado imaginario dañando su invención del porvenir y a disfrazarse de sí mismo, lo que Laín apostillaba en estos versos de Quevedo: 'Pródigos de la vida, de tal / suerte que cuentan por afrenta las edades / y el no morir sin aguardar la muerte'.

De palabra limpia y sabrosa, con una oratoria conquistadora, cuando se jubiló estaba en la plenitud de su capacidad intelectual y, aparte los artículos que escribía para este diario, dio una serie de cursillos, organizados por el Círculo Libre de Eméritos, sobre temas culturales muy diversos. Sin ser formalmente un filósofo, conocía muy a fondo la filosofía de los grandes pensadores, y, sin ser un experto en filología clásica, podía, gracias a su dominio del griego y del latín, leer en sus textos a sus autores. Por eso, para los oyentes de sus cursillos era una maravillosa excursión por temas vitales. Fueron especialmente logradas sus lecciones sobre El cuerpo humano y las que dedicó a cerrar uno de sus ciclos magistrales Acerca del alma: Platón, naturalmente, era el eje de la cuestión, pero en la exposición de lo que los grandes pensadores habían cavilado sobre el alma, esa desconocida, llegó a su maestro Zubiri, que está siempre en el fondo de sus meditaciones.

Tuve la suerte -y el acierto, no seamos modestos- de ser el editor de sus grandes libros como La espera y la esperanza, Teoría y realidad del Otro y La relación médico-enfermo. Gustaba de citar la frase de André Gide ante el rótulo de una sala de espera de una pequeña estación ferroviaria del Marruecos español: 'Quelle belle langue que celle qui confond l'attente et l'espoir'.

Sería un tema permanente de Laín no sólo como esporádico dramaturgo -una de sus piezas se titula precisamente Sala de espera-, sino el tema al que dedicó uno de sus cursillos sobre Esperanza en tiempo de crisis. En esta hora desesperanzada, venía a decir, es cuando cobra sentido la esperanza, y citaba la frase de Ortega de que 'el hombre se encuentra forzado a hacer pie en lo único que le queda: su desilusionado vivir'. Pero ¿cuál era la esperanza del propio Laín que le ha mantenido ilusionado por su quehacer hasta pocas semanas antes de su muerte? Tenía esperanza por Europa si la Comunidad Económica Europea sabe sentir lo europeo como una misión histórica en todos los campos de la vida -no sólo el económico- llena de grandeza y digna de sacrificios. Y en Laín se cumplía la observación de Apolinnaire de 'qué lenta es la Vida y qué violenta la Esperanza'. En el horizonte de sus postrimerías estaba, como homo religiosus que era, religado -término Zubiriano- a un Dios cristiano, siempre incógnito y misterioso.

Con la pena más profunda hemos asistido a su partida.

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