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Columna
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Una delicada rudeza

Intervino Anthony Quinn en decenas y decenas de películas a lo largo de casi setenta años de profesión. Trabajó en Italia, Francia, México, España y, sobre todo, en Estados Unidos, donde hizo todo y de todo, desde que en 1936 debutó en Hollywood en una remota y olvidada película titulada Los buitres del presidio. Allí emerge su rostro, que está ligado a incontables repartos de fondo, lo que le llevó a formar parte de la eminente estirpe de los grandes segundones, los egregios actores teloneros del cine clásico californiano, donde Quinn alcanzó la gloria de dejar caer una gota tras otra de su enorme talento en títulos tan inolvidables como Unión Pacífico (dirigida por Cecil B. DeMille), Incidente en Ox Bow (William Wellman), Sangre y arena (Rouben Mamoulian) y Murieron con las botas puestas (Raoul Walsh).

Aunque su aspecto rudo y amenazante no le ayudaba, podía Quinn crear formidables personajes de hombre calmoso, sereno, incluso apacible. Lo hizo, y muy cerca de la perfección, en Zorba el griego, dirigido por Michael Cacoyannis, que le proporcionó una inmensa popularidad en todo el mundo. Pero más elevada, aunque mucho menos conocida, fue su composición, estremecedora e incomparable, de aquel generoso hombre esquimal perseguido por la justicia en Los dientes del diablo, uno de los más hermosos y profundos trabajos que hizo, dirigido por otro cineasta impar, Nicholas Ray. Estas dos interpretaciones le convirtieron en una especie singular de estrella oculta del cine. En ellas seguía Quinn aportando los rasgos de sus profundas composiciones primerizas de gran actor de reparto, pero ahora llevadas a un protagonismo súbito, a un estrellato absoluto y sin precedentes en el que un hombre de apariencia tosca alcanzó registros líricos de enorme y exquisita delicadeza.

Esta pugna íntima de Anthony Quinn entre su expresión natural brusca y su inesperada capacidad para el gesto suave y amistoso está en el fondo de sus tres momentos interpretativos de mayor complejidad y enjundia. Uno es su composición, llena de ironía, de burla y de humor, del aventurero pirata portugués de El mundo en sus manos, donde fue también dirigido por Raoul Walsh. Otro momento cumbre de Quinn es su asombrosa composición, que le valió un Oscar en el año 1952, de Eufemiano, el hermano mayor del revolucionario mexicano Emiliano Zapata, en ¡Viva Zapata!, donde fue dirigido por Elia Kazan. La escena de su cara a cara final, instantes antes de su muerte, con Marlon Brando está considerada como una de las cumbres interpretativas de la historia de Hollywood, pues en ella se funden, sin que se produzca la menor disonancia, dos escuelas interpretativas tan opuestas como la teatral neoyorquina de Brando y la de la vieja tradición californiana en estado puro que representó Anthony Quinn.

Pero fue en Europa donde Quinn logró romper todos los moldes y todas las barreras en una creación de aterradora fuerza, indistintamente trágica y lírica. Su composición de la bestia enamorada, el brutal saltimbanqui Zampanó de La strada, obra suprema de Federico Fellini, entra de lleno en la casi inalcanzable galería de los instantes más inspirados, nobles y elevados de la historia del cine. Sólo por esta vigorosa e inabarcable, salvaje y delicada creación, el nombre de Anthony Quinn entra por derecho propio en el coto casi cerrado de los elegidos, los príncipes de su oficio.

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