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Columna
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Despilfarro

A título colectivo, la tropa de la que formamos parte se ha esforzado por mejorar sus condiciones de vida, siempre, naturalmente, a costa de los demás congéneres, aunque esto no sea perceptible para el ojo humano. Adaptarse al ambiente, buscar la sombra, el agua, el alimento, arropándose con pieles -antes salvajes, de otros animales, créanlo- y ocupando las cavernas. Quizás sea el remoto antecedente que hemos vivido en nuestra ciudad, acampando en el paseo de la Castellana. En general, satisfaciendo, como fuera posible, las condiciones de supervivencia.

Se solapan las civilizaciones -siempre por las bravas-, que permanecen y son engullidas por otras de refresco. Los instalados en aquel territorio, que acomodan a sus necesidades, ven llegar, prorrumpiendo en espantosos alaridos, de potencia equivalente al ruido que genera una discoteca en fin de semana, a otros congéneres con la pretensión, casi siempre lograda, de echarlos de allí, incautándose de sus pertenencias. Ésa es, en líneas generales, la historia de la Humanidad, la de nuestra ciudad, sin ir más lejos. Desahuciamos al oso de la ribera del Manzanares y lo hemos sustituido.

Se reproduce una constante que sobrevive: el hombre inventa, produce y procura atender a lo inmediato, siempre algo avergonzado del pretérito, perfeccionando el futuro, cuyos beneficios nunca son repartidos con equidad. Unas reducidísimas minorías mandan, sin soltar el mango, y los demás se las arreglan como pueden. A unos les llaman ricos, y a los otros, ya saben, los demás. Hasta llegar a nuestros días. ¿Se distribuyen mejor las riquezas, los recursos? Aparentemente sí, pues nunca tantos han poseído tantos y tan diversos bienes. Hoy, las que fueron castas son grandes segmentos de la sociedad, pero parecen excluidos pueblos enteros y nada más apartado de mi ánimo que cualquier demagógico quejido. Ahí los tenemos: africanos, suramericanos, asiáticos sin lanzas ni alaridos (bueno, alguna pancarta), que subsisten en condiciones que procuramos no imaginar, pero ahí están.

Sin embargo, alguna vez pensamos en el derroche, el exceso de cosas que están a nuestro servicio y consumo y van a parar a la basura, sin otro medro apreciable que el de quien o quienes traten en basura. En múltiples ocasiones hemos leído que los desperdicios diarios de una ciudad como Nueva York podrían alimentar a 100.000 personas. No con las sobras de los restaurantes chinos ni de los estrictamente administrados comedores sociales madrileños y sólo referido al condumio general. Estamos en la civilización del exceso, de lo superfluo porcentualmente a todos los niveles. Se fabrican automóviles de serie capaces de alcanzar los 250 kilómetros a la hora, cuando está prohibido sobrepasar los 120. Nos venden aparatos de televisión capaces de recibir treinta o setenta canales y las preferencias se decantan por programas infectos y sumamente aburridos. En el prodigioso mundo de la informática los ordenadores disponen de posibilidades millonarias que la inmensa mayoría de los usuarios jamás desentrañarán. Lo curioso es que sigue creciendo su versatilidad, unos perversos e inalcanzables conocimientos para los que la mente humana no está preparada. ¿Para quién, entonces?

Esto, que cualquiera puede meditar por su cuenta, es la norma de una sociedad en la que estamos tan acostumbrados a recibirlo todo con naturalidad y donde no tenemos que dar cuenta del enorme despilfarro al que estamos, más o menos inocentemente, entregados. En algún momento se desorienta aquel axioma de que nada se crea ni destruye, sino que revierte en la industria de la transformación, cuyos órganos gestores sabe Dios por dónde andan y ante quiénes rinden cuentas. ¿En qué, dónde va a parar, si es que alguien sabe de dónde procede? Sospecho a ratos que, por primera vez, hemos dejado de ser descendientes de nuestros antecesores. Ni siquiera somos hijos de nosotros mismos, lo que debería sumirnos en gran perplejidad, porque la propia niñez, no ya la lejana mía, sino la de los nacidos hace 25 o 30 años, se ha convertido en algo remoto e incomprensible. ¿En qué se parece un adulto de hoy a ese crío que, a los nueve años, está inventándose un idioma para relacionarse a través de su móvil, destruyendo un lenguaje que ni siquiera ha aprendido?

Quizás haya expuesto demasiado tiempo la cabeza al sol de junio, así es que la reflexión más acertada será la de vivir de la mejor manera que podamos. Si hay que despilfarrar, pues venga.

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