Por el río Lea en busca del mar
Antes de llegar a Lekeitio, no se puede dejar de visitar pueblos del interior como Amoroto, Gizaburuaga o Mendexa
Detrás de las referencias imprescindibles de la costa vasca, siempre hay pequeñas localidades que merecen un descubrimiento que no recogen las guías. Por ejemplo, hasta en los comentarios más detallados de los encantos de Lekeitio, las citas a Amoroto, Gizaburuaga y Mendexa son, como mucho, tangenciales. Y estos tres municipios son las etapas previas en el río Lea a su desembocadura en la villa vizcaína, además de tener un atractivo propio, desplazado hoy en día por el turismo de playa y bronceado.
Ello no quiere decir que haya que olvidarse del mar. Pero en el recorrido por el último tramo del Lea, hay más recuerdo de los balleneros de Lekeitio que de sus inevitables surfistas contemporáneos. Quizá porque en estas localidades se conservan algunas muestras de la memoria industrial y, más que nada, humana, que respaldaba la caza de cetáceos: ahí están los bosques que alimentaban las ferrerías y los astilleros y los hijos segundones que generación tras otra generación acababan nutriendo las flotas de los barcos pesqueros.
El paseo puede comenzar en Gizaburuaga, la localidad más lejana de la costa cantábrica, que es, al mismo tiempo, la más ribereña del Lea. Su configuración urbana es la característica de tantos pueblos de Vizcaya, Guipúzcoa y el norte de Navarra: predomina el asentamiento disperso hasta tal punto que es difícil hablar de un núcleo central definido al estilo de las villas como la cercana Markina. El paisaje y la calidad de los caseríos de esta veterana anteiglesia son más que suficientes atractivos para el viajero. Pero en Gizaburuaga se puede visitar uno de los complejos medievales, característicos de las luchas de bandos, menos conocidos del País Vasco: la torre de Bengolea.
No es fácil encontrarla. Esta pequeña unidad autosuficiente (junto a la vivienda defensiva hay un molino y una ferrería) se halla perfectamente resguardada por la vegetación y con el río ejerciendo funciones de foso natural. Para llegar hasta allí hay que atravesar un pequeño camino que sale a mano izquierda de la carretera que va desde Aulestia hasta Lekeitio. A partir de este punto es necesario cruzar un puente, que también lleva el nombre de Bengolea, con lo que así queda delimitado el territorio de la torre.
Un lugar estratégico
El camino continúa por un paraje que ya va reflejando el buen gusto del viejo fundador de la dinastía cuando decidió irse a vivir a las afueras de Gizaburuaga. La edificación principal todavía se hace cara de ver para el visitante, que descubrirá las razones por las que se ubicó en este preciso lugar esta casa fortificada: la situación no podía ser más estratégica para dominar un radio de territorio relevante.
Con el paso de los siglos, este edificio se fue transformando hasta convertirse en una casa palacio, con el fin de atender las nuevas necesidades de sus moradores, que debían de ser gentes de posibles a tenor de las construcciones que acompañan la casa principal: el molino, la ferrería y el citado puente que da acceso a la hacienda.
El molino es de estilo popular y su estructura actual data del siglo XVIII. Por las mismas fechas se levantó la ferrería cercana, que hoy se encuentra en un estado de ruina parcial y que tiene su atractivo, como el molino, en su pertenencia a todo este complejo.
Un poco más lejos se encuentra la ermita de Santa María de Oibar, que atendía las necesidades religiosas de los Bengolea y sus trabajadores, y muestra indudable del poderío de esta familia, que también contaba con posesiones en Lekeitio, en la torre de Uriarte.
El paseo hacia el mar, en busca de los recuerdos de los balleneros de la villa vizcaína, sube ahora hasta Amoroto, pueblo que se halla en un terreno accidentado con su núcleo principal, el barrio de Elexalde, uno de los más atractivos de toda la comarca.
Balleneros
Amoroto no cuenta con casa torre, pero sí, en cambio, con una buena colección de caseríos, como el Iturraran Bekoa, por ejemplo. Además, dentro de Elexalde, no hay que dejar de citar, a su entrada, la ermita de San Miguel, y, ya en el casco urbano, el Ayuntamiento y la iglesia gótico-barroca de San Martín.
Aquí, el atractivo es sin duda el paisaje característico de estos pueblos del interior: diseminados entre prados y bosques, esos caseríos que aunque no con el relieve de las casas torres sí constituían, la mayor parte de las veces, verdaderas unidades de autosubsistencia.
Para conservar la riqueza de cada caserío, en el País Vasco existía la costumbre de que la herencia quedara en manos solamente del hijo mayor. Al resto les quedaba la opción de la Iglesia, el Ejército o, en estos pueblos cercanos al mar, embarcarse en un pesquero. Ésta fue la opción principal durante varios siglos: con esta juventud se nutrieron muchos de los balleneros que partían de Lekeitio y el resto de los puertos de Vizcaya y Guipúzcoa.
Si en Gizaburuaga y Amoroto el mar todavía se podía ver como algo lejano, en Mendexa el atractivo de la pesca era más que explícito para los segundones. Esta pequeña localidad nace en la misma orilla del Lea cuando desemboca en el Cantábrico, junto a la playa de Karraspio, para ir ascendiendo hasta su núcleo central, el barrio de Zelaia, de visita imprescindible para disfrutar con las vistas que ofrece desde su altura.
No es difícil de imaginar cuántos de los vecinos de Mendexa se embarcaron en las chalupas que salían a pescar aquellas ballenas que se acercaban hasta la costa cantábrica. Las crónicas de Lekeitio todavía recuerdan las cazas realizadas entre la isla de San Nicolás y la Atalaya. Y es que antes de que se partiera a Terranova en busca de mejores capturas, los pescadores no navegaban mucho más allá del faro de Santa Catalina, excelente colofón marinero para un recorrido por los alrededores rurales de Lekeitio.
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