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Columna
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Faldas

Dos faldas femeninas, una manchada de sangre y otra de semen, constituyen los iconos más representativos de la historia política de nuestro tiempo. Sobre el vestido rosa de Jacqueline se vertió el plasma cerebral del presidente Kennedy en Texas un segundo antes de morir asesinado; el traje de Mónica Lewinsky recibió el presente de Bill Clinton en el preciso instante en que estaba viendo el paraíso en el Despacho Oval de la Casa Blanca. La falda de Mónica ha sido requerida por su propietaria al tribunal que la guardó como pieza de convicción: se la pide una sala de subastas para una puja con 100 millones de salida. Por otra parte en el Metropolitan de Nueva York se exhibe ahora todo el vestuario que Jacqueline Kennedy lució en actos oficiales, pero en esta colección no está la falda rosa con la sangre de Texas, ya que hoy el arte es sólo alta costura y poco más. Pasado el vestíbulo del Metropolitan hay dos flechas: una conduce a la exposición de Vermeer y otra indica el camino hacia el fondo de armario de Jacqueline Kennedy. Cuando entré el otro día en el museo, frente al cuadro de una mujer cosiendo de Vermeer, había sólo una chica transparente y un caballero esmerilado, amantes solitarios de uno de los mejores pintores del siglo XVII y ante las salas abarrotadas donde se muestra la ropa de Jacqueline había una cola ruidosa de la clase media norteamericana que desbordaba las escalinatas del edificio y casi llegaba hasta Central Park. La cultura moderna se define por la aglomeración que un suceso provoca. Yo comprendí que el mundo había cambiado cuando una mañana en la plaza de Tiannamen de Pekín descubrí que en el centro de la explanada, ante el mausoleo de Mao Tse Tung, sólo había un centenar de chinos petrificados con la cabeza baja esperando ver su fiambre del Gran Timonel mientras en una esquina de la misma plaza piafaban como caballos impacientes varios miles de pequineses ante un establecimiento donde se vendía pollo Kentucky y se realizaba un desfile de moda. Entre la sangre y el esperma está la fascinación de nuestros días: el resto son colas y diseño. No hay más que ver los telediarios. En la pantalla el conjunto de guerras y crímenes siempre terminan coronados con un pase de modelos. Unas diosas impolutas dando caderazos por la pasarela nos invitan a elegir entre la falda de Jacqueline y la de Mónica. Aunque por fortuna en medio de la sangre y el esperma siempre quedará incontaminada esa falda que cose la costurera de Vermeer.

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