El título de la estabilidad
El Madrid puso las condiciones para que el equipo se sintiera protegido y a la vez obligado a ganar el campeonato
A fuerza de decepciones, el madridismo comienza a apreciar un título de Liga en lo que vale, que no es poco. Apenas ha pasado una generación -lo que supone un decenio en el fútbol- desde que la Quinta encadenó cinco ante la indiferencia del pueblo. El protocolo de la victoria pasaba por una visita a la alcaldía, donde unos pocos fotógrafos daban testimonio gráfico del acto. Ni la gente se echaba a la calle, ni se dictaba el estado de emergencia en torno a La Cibeles, ni se valoraba el éxito de aquel Madrid. Es cierto que la gente acudía en masa al estadio, pero en el convencimiento de que la Liga sólo era un pretexto para pasar una buena tarde de domingo. De forma injusta, al Madrid se le juzgó más por sus frustraciones en la Copa de Europa que por su hegemonía en la Liga, en buena medida porque entre sus seguidores no existía el sentimiento de amenaza que ahora tienen muy presente.
La última década ha puesto al madridismo de frente a una nueva realidad. El Barça ha ganado seis títulos de Liga, lo que ha abierto una perspectiva diferente de lo que representa el campeonato nacional. Al desafío del Barça se ha agregado el impulso del fútbol español en los últimos años. Estamos hablando de una Liga que colocó a tres equipos en las semifinales de la penúltima edición de la Copa de Europa, y que esta temporada ha mantenido todo su prestigio: el Alavés llegó a la final de la UEFA y el Valencia disputó la final de la Champions. Por la densidad y solvencia de sus equipos, la Liga es un asunto muy serio, del que ha tomado nota el Madrid y sus aficionados.
Hay que remitirse a un año atrás para calibrar el efecto del campeonato en la Liga. El Madrid había ganado la Copa de Europa y el anterior presidente, Lorenzo Sanz, convocó elecciones al calor de la victoria, convencido de su reelección por el fascinante efecto que tiene la orejas en la hinchada. Sanz no fue reelegido. Y no lo fue por varios motivos, algunos de los cuales se escapan a un análisis estrictamente deportivo. Otros, sí.
Hubo un factor que no pasó desapercibido a los socios: el deficiente rendimiento del equipo en la Liga, traducido en insoportables partidos en Chamartín, en medio de un ambiente levantisco, con pañoladas, abucheos y un sentimiento de rechazo constante a lo que se calificó falta de profesionalidad. A los aficionados les pareció que el Madrid, como institución y como equipo, se estaba alejando peligrosamente del ideal que procuró Di Stéfano. O sea, el equipo constante, competitivo y orgulloso. Aquellos infames sábados y domingos tuvieron un efecto considerable en la opinión de la gente. De ahí la incidencia del discurso de Florentino Pérez en recuperar ciertos valores que el socio echaba de menos. Sabía, en definitiva, de la importancia que habían cobrado todas esas Ligas desestimadas por el equipo desde 1997. No falló en su apreciación.
Quizá este Madrid no sea un avasallador campeón, pero ha tomado nota de la importancia que tenía el campeonato para su credibilidad como equipo y para el estable arranque de Florentino Pérez como presidente. Por primera vez en muchos años se ha observado una simbiosis entre los objetivos del club y de los jugadores. El club ha puesto todos los elementos necesarios para evitar las distracciones del equipo, tan evidentes en los años anteriores. El estruendo en el Madrid había sido tan fuerte que los jugadores, siempre hábiles para buscarse excusas, lo interpretaban como una invitación a la desidia. Esta vez no han encontrado razones para la coartada. El Madrid ha sido un club sereno y hermético, la clase de institución que pone a los futbolistas de frente a sus obligaciones porque no hay distracciones alrededor. Incluso el entrenador ha colaborado fervientemente en el afán de dar el protagonismo a los jugadores, obligados a aceptarlo después de tantos años.
El resultado final ha sido satisfactorio en todos los órdenes. El Madrid, como antes el Deportivo y el Barça, tiene el derecho a sentirse orgulloso por el triunfo en un campeonato de gran prestigio. No ha sido un equipo apabullante, pero no le ha faltado categoría en algunas fases, especialmente en diciembre y enero, cuando obtuvo nueve victorias consecutivas, algunas con un juego exquisito y contundente a la vez. Que aquella racha coincidiera con el periodo no lectivo de la Copa de Europa obliga a pensar en la dificultad de compaginar con éxito las dos grandes competiciones. El Madrid más sufriente ha sido el del comienzo y el del final, dos momentos críticos en sus obligaciones con Europa.
Para su fortuna, el equipo siempre encontró el jugador capaz de marcar las diferencias. Roberto Carlos jugó como nunca en los cuatro primeros meses, con un grado de influencia extraordinario; Figo fue especialmente decisivo en los meses de invierno; Raúl contestó a algunos críticos con su habitual eficacia en el área y con un intenso compromiso en los peores momentos del equipo; Hierro confirmó que aún está muchos cuerpos por encima del resto de los centrales; Guti acertó cuando más falta hacía, y sus 14 goles lo evidencian. No faltaron dudas y algunas sombras: Casillas mezcló excelentes actuaciones con errores inesperados; el centro del campo no alcanzó la consistencia necesaria; Helguera ha sido capital en algunos de los mejores partidos y en algunos de los peores; la lesión de Morientes evidenció una precariedad en la delantera que Guti disimuló, pero no resolvió.
Así es la Liga, el torneo que mejor diagnostica las cualidades y las carencias de un equipo. Por lo que parece, el Madrid tiene lo básico, un material de primera que necesita de cierto complemento. Pero siempre es mejor comenzar por lo básico que por lo suplementario. En este sentido, el Madrid ha sido un campeón capaz de cobrar impulso para los próximos años.
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