La visita
Hace unos días, al salir de la reunión semanal en el Instituto Alicantino de Cultura Juan Gil-Albert, Lorena, mi eficiente secretaria, me advirtió que tenía una visita que no constaba en su agenda. La verdad es que me fastidian bastante los espontáneos que te alteran el biorritmo y se cuelan en tu despacho sin avisar, con la promesa de que sólo son dos minutos. Y digo fastidio porque en la mayoría de los casos se trata de gente ociosa que te roba una o dos horas de tu vida (hecho que no se contempla en el código penal) y además te acaba amenazando con un libro indigerible de memorias, de versos o de pensamientos morales que pretende que yo le publique con la mayor brevedad y a ser posible en tapa dura. Pero la tarde del pasado martes, ojeroso y agotado de una ingrata jornada, estaba dispuesto a cualquier cosa y salí a enfrentarme a la improvisada visita. Era un hombrecillo enjuto y canoso que me tendió la mano con una amabilidad de antaño, de las que ya no se gasta por aquí desde Julián Besteiro y las Misiones Pedagógicas. Venía acompañado de una señora más joven, con el rostro marcado por cierto sufrimiento. Se disculpó por la intromisión y me pidió tan sólo unos minutos. Era la primera vez que venía a España. Su vida, como la de su acompañante, había transcurrido entre Brasil, Argentina y Tolentino, la ciudad italiana donde residían. Habían venido a Alicante para cumplir un sueño: pisar la tierra que amamantó al poeta Miguel Hernández. Conocer Orihuela, el reformatorio donde encontró la muerte o poner unas flores en la sepultura que lo guarda era para ambos un regalo y un consuelo. Me buscaban solamente para que les hablara de Hernández y porque esa misma tarde un librero les facilitó mis señas mientras les vendía la antología del poeta que prologué el pasado año. Pero esa hora dio para mucho más y tuvimos tiempo de ponernos nostálgicos y evocar la República, las Brigadas Internacionales y el sueño vencido por una guerra. Aquel octogenario se marchó con mi admiración a cuestas y la promesa de vernos algún día. Me dejó su tarjeta: Rodolfo Mettini, Viale della Repubblica, 8. Quién sabe. Quizá era el mensajero que llevo tanto tiempo esperando.
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