¿Renovación ideológica o de qué se habla, que me apunto?
En poco más de un año, el PSOE ha cambiado de filosofía política en tres ocasiones: primero, tercera vía; apenas unos meses, socialismo libertario, y ahora, republicanismo. No está mal. Una tasa de renovación de ideas que haría amarillear de envidia a no poca filosofía parisina. Con una pizca de mala uva, se podría interpretar ese proceder como una búsqueda en el bazar de las ideologías de un envase de relumbrón con el que revestir con algún decoro intelectual propuestas marcadas por las urgencias del día a día y que andan lo bastante lejos de las grandes palabras como para que resulte sencillo enhebrar las convenientes justificaciones intermedias, una suerte de relleno que dote de cierta compostura a principios y propuestas y que, al final, todo cuadre.
Pero no tenemos que malpensar frente a tales cambios. La suspicacia es mala guía. Sustituye el 'de qué se habla, que me apunto' por el 'de qué se habla, que me opongo'. En el plano de la discusión de ideas, la actitud más saludable, la única que permite el diálogo, es siempre la de presumir en el otro las mejores intenciones. Si descalifico a mi interlocutor, la conversación no avanza. Así que, desde esa disposición, quizá hay que entender los vaivenes ideológicos como un intento de encontrar un centro gravitacional que proporcione un sólido cimiento con el que hacer frente a los embates de un pensamiento liberal-conservador cuya influencia en las últimas décadas permeó la mirada de casi todos, incluida la izquierda. En cierto modo, la 'búsqueda de fundamentos' es también síntoma de que, al menos en lo que se refiere a la disputa de principios, las cosas parecen estar cambiando, de que ahora la izquierda tiene algunas cosas que decir. En su búsqueda de 'nuevos' fundamentos, la izquierda vuelve la mirada hacia escenarios académicos en donde el pensamiento progresista parece haber recuperado pie después de un particular Gólgota no demasiado memorable, de un largo letargo producto en buena medida de un severo proceso de crítica sufrido en las últimas décadas.
Tales críticas se dirigían, fundamentalmente, a las propuestas bienestaristas y redistributivas. Según los liberal-conservadores, las iniciativas de la izquierda buscaban ayudar a los más desvalidos, despreocupándose acerca del cómo y, sobre todo, los porqué de dichas ayudas. Respecto de la primera cuestión -el cómo-, la izquierda parecía ignorar problemas obvios vinculados con los abusos, manipulaciones y presiones que, previsiblemente, iban a afectar a las instituciones encargadas de la ayuda pública. Este tipo de distorsiones -predecían los liberal-conservadores- terminaban por desvirtuar por completo las 'buenas intenciones' de la izquierda. La crítica, hasta ahí, no hacía mucho daño. Se limitaba a cuestionar la eficacia del procedimiento, pero todavía se situaba en los mismos principios: no discutía los objetivos, sino su accesibilidad. Porque la verdadera objeción, en cuanto hondura y radicalidad, era la que se refería al porqué de la ayuda. Ahí la crítica era frontal, de principio; apelaba a otro valor desatendido por la izquierda, la responsabilidad individual: los izquierdistas parecían reclamar ayudas sociales urgentes de un modo indiscriminado, sin tener en cuenta que muchos de los beneficiarios de tales ayudas se podían encontrar en una situación desfavorecida, en razón de su 'propia elección': no estaban dispuestos a 'trabajar en serio', sino que pretendían aprovecharse de la generosidad estatal. Peor aún, muchos otros beneficiados desechaban posibles oportunidades de empleo, satisfechos con la ayuda estatal que recibían, y otros más se automarginaban del mercado laboral para vivir cómodamente de la mano del Estado. En estos casos, los propios sujetos que la izquierda proponía ayudar eran los principales responsables de su -en principio- desafortunado destino. Obtenían provecho de la ingenuidad o benevolencia ajenas y, de hecho, obligaban a que el resto de la sociedad viviera peor, ganara menos y trabajara más. Frente a este escenario, los liberal-conservadores se rebelaban con contundencia: 'Basta de atropellos: que cada uno se haga cargo de su propia vida, sin aprovecharse de los esfuerzos de los demás'. La retórica liberal-conservadora, aquí resumida, resultaba sencilla y entendible. Y, además, parecía cargada de razón.
Hasta aquí, el varapalo liberal-conservador, o, al menos, uno de los fustazos más contundentes, que durante mucho tiempo pareció dejar desconcertada a una izquierda que tampoco había abusado en exceso de la apelación a los principios. Ahora parece que, poco a poco, ha encontrado por dónde dar la réplica. En tal sentido, se han abierto nuevas líneas de reflexión, como las merodeadas por los socialistas, y que, un tanto sumariamente, se podrían encuadrar bajo un lema que parafrasea a otro de la revolución americana: 'Ninguna desigualdad sin responsabilidad' (No unequality without responsability). En lo esencial, esas perspectivas empiezan por distinguir entre las circunstancias no elegidas por las personas (el color de su piel, su género, sus talentos, su condición social) y aquellas otras que son responsabilidad suya (su deseo de trabajar más intensamente, su disposición a asumir más o menos riesgos), para, inmediatamente después, sostener que una sociedad no puede calificarse como justa si no procura que la vida de los ciudadanos no dependa de circunstancias de las que no son responsables. Si se piensa un instante, la anterior argumentación sitúa al conservadurismo en un dilema complicado: si, como sostienen los liberales en su apelación a la 'responsabilidad', se está de acuerdo en que 'cada uno debe hacerse cargo de sus propias elecciones', entonces no cabe descalificar, a la vez, las intervenciones públicas orientadas a corregir las desigualdades no elegidas, desigualdades que son puro azar social o natural, como el nacimiento en una familia pobre o la pertenencia a un grupo social discriminado.
Por supuesto, la disputa ideológica ha tenido más escenarios. Las nuevas concepciones progresistas se preocupan por mostrar también los graves déficit de un modelo que fía al mercado la regulación del conjunto de los procesos sociales y alienta la filosofía del 'a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga'. La izquierda, en este último tiempo, nos ha mostrado los problemas del mercado como institución destinada a asignar recursos; los desastrosos efectos de la competencia y la descoordinación para hacer un planeta habitable. Y también los efectos nocivos de la ideología del 'sálvese quien pueda' sobre el propio sistema democrático. La democracia requiere, para su propia subsistencia, de condiciones mínimas de lealtad y compromiso entre los ciudadanos. Este requisito de mutuo respeto resulta harto improbable cuando las desigualdades se agudizan, y sencillamente imposible cuando todo puede ser objeto de compra y venta: la confianza, la lealtad, la amistad, el respeto son un tipo de bienes (públicos) que desaparecen cuando les ponemos precio. En esas condiciones no hay vida ciudadana posible, y con ella desaparecen la justicia y la democracia.
La reflexión de la izquierda no se acaba en la réplica. No faltan propuestas referidas a nuevos diseños institucionales. Las alternativas que se han explorado son diversas: desde modelos de 'socialismo de mercado', destinados a combinar tanto la eficacia con la equidad como las elecciones personales y la responsabilidad con formas de propiedad colectiva que aseguren la democracia en las diversas esferas de la vida pública, hasta distintas formas de 'salarios' incondicionales de ciudadanía. Tampoco han faltado las propuestas más propiamente políticas, orientadas a revitalizar la intervención ciudadana en los asuntos de interés común. Así, se han defendido no sólo políticas antidiscriminatorias activas, sino también medidas de acción afirmativa destinadas a favorecer a aquellos indebidamente postergados por el propio sistema institucional, y a permitir el 'registro' de voces habitualmente ausentes del proceso de toma de decisiones. Por supuesto, los nuevos desarrollos teóricos y las diversas propuestas institucionales no carecen de dificultades ni están exentas de precisiones. Pero nada de eso empece la solvencia de la crítica a los fundamentos éticos del pensamiento liberal-conservador.
Los anteriores son los escenarios donde la izquierda tiene que llevar la disputa ideológica. En ese sentido, hay no poco que aprender del proceder liberal-conservador. El rearme ideológico de éste se produjo en un doble nivel. Se dio, en primer lugar, en el plano de las ideas, mediante una reafirmación de los principios, muy nítida, sin componendas y que atacaba cualquier propuesta igualitaria o bienestarista. Una retórica eficaz ('la responsabilidad individual', 'la libertad del elegir', 'la intromisión del Estado', 'el paternalismo público') que pilló a la izquierda con el pie cambiado después de mucho tiempo sin acordarse de sus propios principios. El otro terreno fueron las propuestas políticas concretas: la 'flexibilidad' del mercado de trabajo, las privatizaciones y el desmantelamiento de muchos sistemas de asistencia social. Conviene subrayar que la relación entre principios y propuestas nunca se pretendió directa. De hecho, el escenario institucional liberal-conservador 'de principio' resulta inviable. No sólo por razones técnicas. Al menos de un modo inmediato, la completa desregulación, el desmantelamiento del Estado de bienestar, la abolición de las garantías de seguridad en el trabajo o la emisión privada de dinero son invendibles electoralmente. Pero esa inviabilidad no hizo que, en la apelación a los principios, el pensamiento liberal-conservador rebajara planteamientos. La estrategia resultó eficaz: hasta la propia izquierda acabó presa de no poca de la retórica liberal-conservadora (como, por ejemplo, se ha revelado su incapacidad o falta de coraje para mostrar la estrecha conexión entre las patologías del mercado 'libre' y la crisis de las vacas locas). Por lo demás, no hay que olvidar que, con frecuencia, las 'modificaciones realistas' sólo son posibles como subproductos de los intentos de llevar a cabo propuestas poco 'realistas'. Conviene no olvidarlo.
Ésos son los terrenos donde la izquierda tiene que buscar su recuperación ideológica. La reflexión sobre principios y propuestas es lo primero: hablemos de republicanismo después de confirmar que, en serio, se está por el autogobierno, el control de los representantes, la virtud ciudadana y la extinción de cualquier forma de dominación en las instituciones, pero también en la casa y en el trabajo. Una advertencia: todo eso se lleva bastante mal con la sociedad de mercado. Bienvenida sea la renovación si revela una saludable sed de propuestas, de ideas y el intento de rehacerse ideológicamente frente a unos años de rearme ideológico liberal-conservador. Lo demás, etiquetas y mal doctrinarismo.
Félix Ovejero Lucas es profesor de Etica y Economía de la Universidad de Barcelona. Roberto Gargarella es profesor de Teoría Constitucional de la Universidad Torcuato di Tella, de Buenos Aires.
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