'Es un gusto que no lo encasillen a uno'
Todavía no es tan famoso como para que la gente lo reconozca por las calles de Barcelona, ciudad en la que nació en 1964, pero en su barrio lo tienen por todo un personaje. Saben, eso sí, que no ha dejado de ser uno de los suyos. Eduard Fernández vive desde hace muchos años en el Gòtic, un barrio del casco viejo donde aún quedan vecinos de los de antes, de esos que se preocupan por uno. Su casa también tiene solera y un portal grande que almacena bicicletas y cochecitos de niño. Mientras posa para el fotógrafo, en el umbral, los vecinos que entran o salen lo saludan con cariño; él les corresponde. Una señora se le acerca y lo besa. 'Es mi suegra', informa Fernández a los periodistas. Ella, al darse cuenta de que ha interrumpido la sesión fotográfica, se aparta y, azorada, lo compadece: 'No paras, hijo'. La mujer habla con fundamento.
'Nunca he estudiado arte dramático. Mi primera escuela fue la calle. Por eso, quizás, no soy un actor al uso, aunque no es premeditado'
En sólo tres años, su yerno ha pasado de no haber trabajado nunca en el cine -ejercía su oficio principalmente en el teatro y, menos, en la televisión autonómica catalana- a presentar un currículo que incluye siete películas. Tres ya vistas, Los lobos de Washington -por la que obtuvo varios premios y excelentes críticas-, Zapping, El portero y cuatro sin estrenar. La primera que llegará a las pantallas, el viernes próximo, es La voz de su amo, dirigida por Emilio Martínez-Lázaro, donde Fernández es el protagonista principal. El filme, de trama policiaca, se sitúa en el Bilbao de 1980, en un ambiente de corrupción y terrorismo. Dentro de tres semanas se estrenará Son de mar, de Bigas Luna, inspirada en la novela de Manuel Vicent. El actor acaba de rodar, además, la primera cinta del grupo teatral La Fura dels Baus, Fausto 5.0, y otra ópera prima titulada Smoking room, de Julio Wallovits y Roger Gual. Su próximo trabajo está a las puertas. Será en verano, cuando se incorpore al rodaje de El embrujo de Shanghai, que dirigirá Fernando Trueba. Eso, por el momento.
Pregunta. Está usted en racha.
Respuesta. He estado bastante ocupado últimamente, sí. Pero menos que cuando hacía teatro, la verdad. En el cine no se trabaja tanto como en los escenarios. Lo que sucede es que las películas tienen mayor trascendencia. Se ve más lo que uno hace. Es una cuestión de promoción. Me explico: si haces un bolo de teatro en Mataró, Manresa o Torrelodones, esa actuación difícilmente saldrá en la prensa; en cambio, ruedas un filme y tiene una difusión mediática enorme.
P. Charli, su personaje en La voz de su amo, es casi omnipresente en la película, lo que motiva que usted aparezca en la práctica totalidad de los planos, muchos de ellos primerísimos y en silencio, sin texto. ¿Cómo se preparó?
R. Sí. Es muy protagonista, y eso es una gran dificultad para un actor, al menos para mí. Al principio me preocupó que resultara poco grato de interpretar. Pero no lo fue en absoluto, entre otras cosas, porque su historia discurre conjuntamente con la que cuenta la película. Así que tuve que trabajar intensamente con el director todo el tiempo. Además, me sirvió para adquirir muchas tablas. La única manera de aprender en este oficio es actuar, y el filme me ha sido muy útil en este sentido.
P. Da la sensación de que su personaje no cuadra demasiado con su físico. Charli es un guardaespaldas, el galán, el bueno, el que enamora a la chica (Silvia Abascal). Debería, pues, tener el aspecto del típico héroe: guaperas, alto y cachas. Usted, discúlpeme, no responde a ese patrón.
R. Tiene razón. Sin embargo, no creo que Charli sea un héroe, es más bien un antihéroe. Le caen palos de todas partes, tiene un montón de problemas... Es la mano derecha de su jefe (Joaquim de Almeida), y si éste lo ha elegido precisamente a él es porque le sirve, porque es un tipo sumiso, alguien que no piensa por su cuenta, que le obedece en todo, y ese aspecto dócil seguramente sí concuerda con el mío.P. ¿Qué ha de tener un papel para que usted lo acepte?
R. Lo primero es que me lo ofrezcan, que no es poco. Después sopeso el proyecto: el guión, el director, mi papel... Si me parece que puedo sacarle jugo al personaje, que le puedo aportar alguna cosa y si confío en el director, entonces lo hago.
P. Ha demostrado su capacidad interpretativa camaleónica. En Los lobos de Washington fue un tramposo bueno; en Zapping, un peligroso psicópata, y ahora, en La voz de su amo, es un hombre torturado, pero íntegro hasta el final... Ha conseguido que no le encasillen.
R. Y menos mal. Estoy muy satisfecho de que las cosas hayan ido así, de que me hayan llegado papeles muy diferentes y no tener que interpretar siempre a personajes de la misma extracción social, color y pinta. Es un gusto que no le encasillen a uno.
P. ¿Por qué cree que ha podido zafarse de las etiquetas?
R. No lo sé, quizás porque no soy un actor al uso, aunque eso no es premeditado por mi parte.
P. En una ocasión, el director de escena Lluís Pasqual dijo que lo había elegido a usted para representar el Roberto Zucco porque no parece un actor.
R. Sí, lo dijo. Tal vez doy esa imagen porque nunca he estudiado arte dramático. En algo me habrá ayudado no tener escuela.
P. ¿No tiene ninguna preparación académica?
R. Empecé a cursar mimo en el Instituto del Teatro de Barcelona, pero lo dejé muy pronto. Lo mío nunca ha sido el estudio. Mi primera escuela dramática fue la calle. Más tarde, un colega y yo montamos un grupito y nos dedicamos a los café-teatros. Después me enrolé en la compañía Els Joglars, y luego de trabajar con Albert Boadella, lo hice con Lluís Pasqual y Calixto Bieito.
P. ¿No echa de menos los escenarios? No ha vuelto a ellos desde que se metió en el cine.
R. Sí que los extraño, pero es imposible simultanear un rodaje con el teatro y, por ahora, todas las ofertas que me llegan son de cine. A veces, me preocupa que la gente del teatro se olvide de mí.
Babelia
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