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Columna
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El príncipe y la modelo

Antonio Elorza

El tema del posible noviazgo del príncipe Felipe con una modelo noruega ha sido materia de discusión la pasada semana en todo tipo de prensa. Desde hace años, la soltería de don Felipe estuvo acompañada de rumores y especulaciones, sobre un telón de fondo de cierta preocupación. Además, si para el que calificaríamos de pensamiento cortesano no existen problemas, ya que los miembros de una familia real son por su propia naturaleza personas cargadas de responsabilidad que siempre eligen lo mejor para ellos mismos y para su Estado, los datos aconsejan en cambio un cierto grado de desconfianza. Aun respetando el carácter legal de un orden de sucesión, es preciso reconocer que determinadas soluciones, como la que en este caso se produciría de cortarse la línea en don Felipe, resultan poco deseables. 'Por un rey bueno hay ciento malos', escribía uno de nuestros primeros liberales en el verano de 1808, como si adivinara la perversidad del futuro Fernando VII. El asunto de la sucesión, y por consiguiente de las bodas reales, dista de ser secundario o de poderse reducir a la esfera de las decisiones individuales.

Sobran en la historia contemporánea española los antecedentes en que apoyar una actitud de reserva. La ocurrencia de casar a la fogosa adolescente que fue Isabel II con un primo aquejado al parecer de impotencia no fue el mejor método para garantizar una sucesión regular y el prestigio de la monarquía constitucional. Más tarde, entre otros errores políticos, Alfonso XIII cometió el de contraer matrimonio con Ena de Battenberg, que traía consigo el riesgo bien real de la transmisión de la hemofilia a los varones, caso igual al de la zarina de Rusia y con los mismos resultados. La línea dinástica se salvó a duras penas. El amor es una cosa y los deberes que plantea el cargo son otra. A estos efectos debe seguir vigente la teoría de los dos cuerpos del rey.

Por otra parte, la 'democratización' de las bodas reales no ha producido los efectos esperados, por lo menos en su buque insignia británico. La ola de popularidad alentada por la prensa del corazón a nivel mundial desembocó en una clara erosión para el prestigio de la monarquía cuando entró en juego la libertad sexual. El valor simbólico del personaje real resulta entonces destruido. Sin contar con lo que recientemente se advertía en estas páginas sobre el sinsentido que podría producirse en España al tener que asignar la regencia del reino a una mujer que quizás ya habría rehecho su vida en otro lugar y con otra pareja.

En consecuencia, para no introducir riesgos innecesarios en la vida política de un país, la libertad de elección de un príncipe debe considerarse restringida. No se trata de buscar novia únicamente en el recinto acotado de las familias reales, sino de intentar que la contrayente ofrezca suficientes garantías intelectuales y morales para convertirse en 'la buena profesional' que don Juan Carlos reconoció no hace mucho en la reina Sofía. De otro modo, conviene recordar que siempre cabe renunciar a la condición que se ostenta si los gravámenes impuestos por la misma parecen excesivos. La institución monárquica sitúa a sus titulares en la esfera del privilegio, con una posición excepcional incompatible en determinados asuntos con las posibilidades de que disfruta el común de los ciudadanos. Si se traspasa esa barrera, jugando a las dos barajas, desaparece la supuesta ventaja de la monarquía por su aportación simbólica y queda al descubierto la frágil apoyatura en que descansa la pervivencia de la institución. De comportarse el rey como un hombre cualquiera, dando prioridad a sus preferencias privadas, más valdría situar en el vértice del Estado a un ciudadano que por su condición de cargo electivo ya habrá pagado a la opinión pública el tributo del que un rey o un príncipe están exentos. A la vista del ejemplo inglés, una monarquía fundida con la sociedad y cuyos miembros adoptan conductas y profesiones propias de la misma, sugiere de inmediato la preferencia por la República.

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