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Columna
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Correr o saber

Uno de los pecados más frecuentes en el fútbol, especialmente entre los jugadores, es el de mirar a los demás a la hora de repartir culpas. Lo peor, en todo caso, es que muchas veces se trata de un ejercicio sincero, sin una mueca de cinismo ni mala intención. Es decir, que realmente el futbolista sale convencido en las peores de que su responsabilidad ha sido mínima. Y actúa así porque rara vez sabe qué es lo que ha hecho mal, porque no acaba de conocer su oficio. Algo de eso volvió a ocurrir en Múnich, de donde salió el Madrid sin autocrítica. Lejos de eso, hubo quien lo abandonó con la sensación de haber representado la excepción del deber cumplido. Así dejó el partido Iván Helguera, convencido de que con sus carreras y su esfuerzo podía sacar pecho.

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Pero la realidad es que el sobreesfuerzo de Helguera, que realmente existió, no sólo no sirvió de nada, sino que resultó nocivo. Porque su posición no requiere de carreras alocadas y sin sentido, sino de orden, de equilibrio. El medio centro debe dar sensatez a un equipo, indicarle la velocidad y el ritmo, designar el territorio de juego... Y nunca perder el sitio, porque detrás lo pierde todo el equipo. Sobre todo si el riesgo que se asume al abandonar la posición no es para llegar al área, donde los beneficios pueden traducirse en gol, sino simplemente para implicarse en una banda en no se sabe qué aventura. Con su entrega, por mal orientada, Helguera dejó paradójicamente abandonado al Madrid -no fue el único, claro-. Y en el día que más le necesitaba, en uno de esos partidos con disfraz de final que poco tienen que ver con una cita normal. Que no se resuelven desde la inercia, sino desde pequeños detalles que no todos dominan. Los conoce Raúl. Y los conocía Redondo, un futbolista fabricado a la medida de las grandes citas y al que el Madrid echó de menos en Múnich. Interpretaba todas las claves, las tácticas y las mentales, con una precisión inalcanzable. Manejaba los grandes partidos, los llevaba al terreno que le convenía a su equipo y, muchas veces, los ganaba. Puede que corriera menos que cualquiera de sus compañeros, pero rara vez concedía el balón y el sitio. Y siempre, finalizado el partido, sabía exactamente si había jugado bien o mal.

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