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Columna
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Greco insólito

Hace un año, casi justo, celebramos en estas páginas la exposición de Rodin que nos trajo el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Tras su paso por Granada, nos visita ahora una treintena de obras selectas de El Greco, un regalo balsámico, se diría, para esta ciudad zarandeada por los bullicios primaverales. Ninguna efemérides lo justifica, ni falta que hace. En estos tiempos se prodigan demasiado los homenajes de circunstancia, las deudas pendientes, que hacen que el arte se convierta a menudo en una extensión funeraria de la política. Ya bastante la sufren en vida los artistas.

A lo que iba con el recuerdo de Rodin. Algún espacio le dedicamos entonces a una anécdota significativa. La compra de un cuadro de El Greco, precisamente, efectuada en Córdoba por el pintor Zuloaga, que acompañaba al genio francés por España. Esto produjo un desencuentro notable entre los dos pintores, pues a Rodin la obra del cretense, en general, le producía un rechazo instintivo. Algo veía en ella que le desagradaba. Incluso nos atrevimos a conjeturar si no se trataría de una cierta repulsión entre dos almas de semejante signo, atormentadas a simple vista por una análoga, elástica y descoyuntada espiritualidad. De hecho, y con el tiempo, Rodin acabó convirtiéndose en un nuevo admirador del impenetrable autor de El entierro del Conde de Orgaz.

Pero no es la única consideración en paralelo a que nos invita este curioso, casi seguro, azar. Nos vino entonces a colación el esfuerzo del pintor vasco por que Rodin comprendiera la singularidad de la cultura española. Fracasó, salvo por el fervor que despertaron en el francés las bailaoras de Triana, a las que imaginó danzando como flores desnudas. La dualidad interpretativa que nos plantea ahora esta inesperada recuperación de El Greco es aún más sorprendente, pero tiene que ver también con la presunta esencialidad de España, hoy de nuevo en el centro de las tormentas políticas. ¿Fue aquel pintor errante un místico atormentado, como sugiere su pintura, o un manierista vengativo? ¿Un intérprete fiel de la austeridad castellana, como quiso la literatura del 98, o un esteticista radical que encontró una forma perfecta y la repitió hasta casi el infinito en figuras espectrales y colores audaces?

La relectura del proceso vital y pictórico de este artista -no se pierdan el excelente artículo de Álvarez Lopera, en el catálogo de la exposición- más bien invita a pensar lo segundo. Un autor dolido por el rechazo del príncipe -a Felipe II tampoco le gustó El martirio de San Mauricio, la prueba con la que el griego hubiera podido convertirse en el pintor de El Escorial-, que acabó refugiándose en Toledo y produciendo en serie, como había aprendido en Italia, lo que su genio no pudo expresar a través de grandes encargos. Recuperaría para ello los elementos bizantinos de su formación, sobre todo la pintura como concepto, como abstracción pura, exacerbándolo hasta el delirio fantasmagórico. Y ello, frente al realismo individualista de la pintura española. Sólo en los retratos se permitió demostrar que, cuando quería, podía ser ese pintor del alma española que ha fijado el tópico. También la ostentación de hombre rico -aunque no lo fue tanto- que llevó en Toledo, pone un curioso contraste con la idea del artista arrebatado por la llama de lo inefable. Larga materia para pensar. Háganlo, mientras se deleitan con esta insólita exposición, ya a punto de irse.

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