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Columna
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Jardines y autopistas

He leído con una extraña mezcla de placer y abatimiento el libro del filólogo Juan Ramón Lodares que fundamentó el discurso lingüístico del Rey. Con placer, porque se trata de libro ameno y hábil (la astucia es sugestiva). Y con abatimiento, porque no puede ser un libro más despiadado. Cruel, incluso, en su retrato de las lenguas débiles. Lodares es uno de los lingüistas que con más radicalidad se alejan de la tradición romántica, para la cual cada lengua era una irrepetible visión del mundo. Lodares desnuda las lenguas de adherencias sentimentales. Para él son puros intrumentos de intercambio. En su visión, las lenguas son carreteras. La metáfora es mía, pero la lógica es suya. Las lenguas potentes son como autopistas rápidas, generadoras de riqueza. Las pequeñas, en cambio, son caminos sin asfaltar, repletos de curvas y baches. Vías lentas. No sólo improductivas: obstaculizadoras, necesariamente superables. 'Las grandes familias lingüísticas', afirma, 'no se han hecho grandes sólo por ellas mismas, sino más bien por lo que prometían a grupos vecinos, por el interés que despertaban en ellos. Son como clubes a los que se van agregando socios. Clubes que se han hecho interesantes, esencialmente, por motivos económicos y comerciales'.

El funcionario que escribió el discurso del Rey no acabó de entender el mensaje de Lodares. Y al simplificarlo, lo estropeó. Bastan dos frases, entre las que se han dicho estos días, para poner en evidencia la chapuza. Una es del filólogo Modest Prats: 'Yo he sufrido la imposición brutal de una lengua que no es la mía y nadie, ni el Rey, va a hacerme creer que lo he soñado'. La del novelista Juan Marsé es más sonora: 'A mí el castellano me obligaron a hablarlo a base de hostias'. Lodares no niega la imposición del castellano. Pero argumenta que la seducción fue más determinante: 'El hierro de las armas no hace interesantes las lenguas. El oro y su comercio, sin embargo, las dota de tal atractivo que multiplica sus hablantes. En el proceso de concentración o difusión de grupos lingüísticos hay más oro que hierro'.

Desde sus orígenes en el Far West de la Castilla de los siglos IX y X, Lodares describe el castellano como una lengua de frontera con dos virtudes expansivas. Deglute con gran facilidad las aportaciones de ocupados, inmigrantes o aliados, y se convierte en un útil instrumento de progreso para aquellas comunidades de menor empuje con las que entra en contacto por razón de conquista o vecindad. Para los leoneses, asturianos, riojanos o mozárabes, el castellano funciona como una especie de lingua franca que toma el lugar del latín en las descripciones notariales o en los convenios comerciales, paso previo a una no menos rápida asimilación. Un parecido mecanismo deglutió al aragonés durante el siglo XV. En su expansión por América, en cambio, el proceso es más lento y complejo. Por culpa -afirma Lodares- del sometimiento del imperio a los religiosos. La iglesia no protegió a los indígenas al promover su cristianización en las lenguas autóctonas, sino que los arrinconó en un gueto, del que sólo los liberaron los criollos independentistas, verdaderos agentes de la castellanización americana.

¿Qué sucedió con los catalanes? Ahí Lodares avanza como un lince. Todos sus ejemplos abundan en la misma idea: ya antes de los Reyes Católicos, en plena crisis demográfica del XV, la lengua castellana aparece en Cataluña o Valencia como signo de respiro económico: sea en la corte catalano-aragonesa de los Trastámara (que con sus lanas ayudan a reactivar el deprimido textil catalán), sea en el puerto de Sevilla (donde los comerciantes barceloneses negocian con patrón monetario propio y, naturalmente, con patrón lingüístico ajeno), sea entre los primeros impresores de Barcelona o Montserrat (que editan bastante más en castellano que en catalán por razones mercantiles). Ninguno de estos ejemplos era desconocido por los historiadores catalanes. Lo que es nuevo es su interpretación positiva. Hace más de treinta años que Aracil y Ninyoles enseñaron, con ejemplos muy parecidos, a comprender los mecanismos de sustitución de las lenguas. Desarrollando el concepto de diglosia (es decir, analizando el prestigio o la vergüenza social que traducen las lenguas en contacto, según la jerarquía económica y política de sus hablantes), demostraron que el catalán retrocedió durante siglos asociado a la servidumbre, a la rusticidad, a poderes secundarios. De la misma manera que a finales del siglo XIX, al calor del romanticismo, pero sobre todo en plena crisis española del 1898 y a diferencia de tantas otras lenguas europeas perdidas para siempre, renació el catalán en cuanto expresión cultural de un territorio que confiaba más en su riqueza industrial emergente que en un Estado anticuado y agónico.

La visión de Lodares traduce el optimismo de la España de Aznar. Quinientos años después, la clase dirigente española cree posible el proyecto de la reconquista (económica) de América. La nueva economía se fundamenta en las comunicaciones. Una gran lengua puede ser más importante que el petróleo. Oponer obstáculos a la creación de esta autopista económica y lingüística y mantenerse en el vericueto del catalán puede aparecer pronto como una estupidez. Muchas de las defensas del catalán que hemos leído estos días respondían al esquema de 1898. Pero hoy estamos más cerca del siglo XV, cuando Castilla descubría América y Cataluña se hundía en su Mediterráneo. Planteado en forma de combate, el futuro del catalán es funeral. ¿Nunca sabremos lo que habría representado una despolitización de las lenguas? ¿Nunca sabremos lo que habría significado un pacto de afectos en una España que los nacionalistas de uno y otro signo, español o catalán (o vasco), se cargaron antes de nacer? Si la lógica fuera la del afecto y no sólo la del negocio, las lenguas formarían parte del jardín patrio. En un jardín pueden cultivarse plantas productivas, sí, aunque lo normal es cultivar también las flores que perfuman y embellecen el paisaje y regar los viejos árboles que siempre han estado allí.

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