La comarca en Andalucía
En medio del debate sobre la articulación territorial del poder político andaluz ha vuelto a surgir la idea de comarcalizar Andalucía, un proyecto tradicionalmente defendido por el andalucismo -pero que en este momento parece más preocupado por otros asuntos- y al que ahora se ha sumado con gran ímpetu Izquierda Unida. Aunque Antonio Romero y los suyos cometen alguna exageración jurídica (como pretender que el Estatuto de Autonomía exige que el Parlamento elabore una Ley de comarcas, cuando se limita a autorizarlo), lo cierto es que tienen toda la razón cuando señalan que hace falta poner un poco de racionalidad en el entramado administrativo andaluz, que se está poblando de mancomunidades, consorcios y zonas de actuación de las Consejerías de la Junta distintas unas de otras, lo que lleva a contrasentidos tan evidentes como que un pueblo pertenezca a un área de salud con el que no tiene conexión directa con un servicio público porque en transportes se encuadra en otra comarca.
En mi particular opinión, IU hace un más que acertado diagnóstico; sin embargo, no estoy seguro de que su receta sea la correcta. Si he entendido bien, su propuesta va en la línea andalucista de dejar de usar la provincia como el ámbito territorial ordinario de la gestión de las competencias y funciones de la Comunidad Autónoma y usar en su lugar las comarcas, mucho más homogéneas y naturales. No creo que con esa fórmula la Junta ganara en agilidad y eficacia; más bien al contrario, se multiplicaría la burocracia y el gasto público. Por no hablar de la dificultad de elaborar un estricto mapa comarcal (con su respectiva capital), como muestra que Manuel Pezzi recoge, en el mejor libro que se ha escrito sobre el particular, 9 mapas comarcales de otras tantas organizaciones que han operado en los últimos 30 años en Andalucía y las comarcas que en ellos se reflejan oscilan entre 41 y 113.
Pero me parece que de la comarcalización se puede decir lo mismo que del colesterol, que hay una buena y otro mala: si no tiene mucho sentido pretender sustituir ocho organizaciones periféricas de la Junta bien asentadas por 70 u 80 de nueva planta, sí que podría usarse la comarca como alternativa a algunos entes locales obsoletos. Desde luego, no a las diputaciones (cuyo destino debería ser su fusión con la Junta, según defendí en estas misma páginas no hace mucho), pero sí a los pequeños municipios y al entramado de mancomunidades que están surgiendo a su alrededor. ¿Se puede dudar de que comarcas como las del Campo de Tabernas, la Alpujarra, la Sierra del Segura y la Sierra de Córdoba, que han perdido alrededor del 50% de su población en los últimos cuarenta años y ninguna sobrepasan los 30.000 habitantes, podrían ofrecer mucho mejores servicios públicos a sus habitantes si fusionaran sus debílisimos ayuntamientos en una comarca? Las reglas de las economías de escala también son aplicables a los entes municipales, que no dejan de ser empresas de servicios.
Sin duda, se pueden hacer unas cuantas objeciones a este planteamiento; empezando por señalar que los municipios, mucho antes que empresas de servicios, son ámbitos de participación popular, además están cubriendo sus deficiencias con las mancomunidades. Estoy perfectamente de acuerdo con ambas ideas, pero nótese que las mancomunidades son entes locales de segundo grado, formadas por los concejales, lo que las separa del control directo de los ciudadanos. Y eso lejos de reforzar la democracia, lo que hace es debilitarla en el sentido de que se difuminan las responsabilidades, de tal manera que los votantes no tienen forma de saber quién ha actuado bien y quién no (salvando las distancias es lo mismo que sucede en la Unión Europea); y nada diré de los comportamientos patológicos que se originan en estas instituciones de composición indirecta, tal y como acabamos de ver en la Bahía de Cádiz.
Mucho más democrático y respetuoso con el principio de participación ciudadana sería una comarca cuyos órganos de gobierno fueran elegidos directamente por el electorado. Y con ello no estoy inventando nada nuevo, simplemente trasponiendo a Andalucía una fórmula anglosajona de ente local que ha funcionado razonablemente bien.
Llegados a este punto, se me podría decir que la idea puede ser acertada para exponerla en congresos y seminarios, pero que es completamente inviable en la práctica pues ni los habitantes de los municipios menos poblados están dispuesto a perder su ayuntamiento, como demuestra que la fusiones de municipios en la democracia brillan por su ausencia, mientras no sucede igual con las segregaciones. Pues bien, en este punto de la psicología colectiva, creo que el concepto de comarca puede ser particularmente útil: si se les preguntase a los vecinos de los veinticinco municipios de las Alpujarras si quieren fundirse en uno solo, es seguro que contestarán que no (y si yo estuviera censado allí, también), pero no creo que mucha gente se opusiera a que su actual Mancomunidad se transformara en una comarca y a que ellos mismos pudieran elegir directamente a su presidente y demás órganos de gobierno. Una vez puesta en marcha, la lógica de las cosas llevaría a un paulatino traspaso de funciones municipales a la comarca, con lo que en un par de legislaturas los ayuntamientos quedarían reducidos a entes representativos, casi sin funciones prácticas. Entonces sería el momento de replantearse si merece la pena mantenerlos o no.
Agustín Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.
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