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LA CRÓNICA
Columna
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Un espacio dulce

Cataluña, un espacio dulce para la convivencia. La gente es educada, razonable, diplomática: civilizada. Muy pocas veces me han continuado hablando en catalán al contestar yo en castellano. Cuento con los dedos de las manos -me sobran los de los pies- las veces que me han dicho sudaca con intención peyorativa. Unas diez veces en 23 años. Una vegada cada 2,3 anys no està gens malament, oi que no? Las barreras ferrusolanas no se hundieron como alambre de espino en la carne de mi espíritu, ahí donde más duele. (¿Tendrá que ver el hecho de que soy alto, rubio, de ojos claros y gasto aspecto de -modestamente- vizconde austrohúngaro?). Me esforcé por aprender la lengua y empaparme del talante local, porque era lo que me pedía el cuerpo. Así, me siento integrado y estoy encantado de la vida, aunque no tanto como si fuera el feliz propietario de una masía en el Empordà, para ser sincero.

Cataluña es una tierra dulce. El Espai Sucre es una escuela gastronómica especializada en dulces

Vivo a pocos metros de la librería Europa, que, como todo el mundo sabe, es el alter ego de Cedade, un grupúsculo nazi. Para contrarrestar el influjo tenebroso de su presencia en el corazón de la ciudad, las autoridades competentes convirtieron ese tramo de la calle de Séneca, donde está la librería/guarida, y el adyacente de la calle de Minerva, donde vive este cronista, en un homenaje a ras de tierra a la diversidad y la tolerancia, con énfasis en la figura de Ana Frank. Puede que los exóticos nazis catalanes estén encantados de pisotear la estrella de David y el nombre de la pobre Ana al ir y venir de su presunta librería. Allá ellos. Yo apruebo la moción del Ayuntamiento. Total: los nazis están sitiados, las barreras ferrusolanas son más grotescas que hirientes, los catalanes despliegan el consabido seny y mi masía en el Empordà está a punto de caramelo. Un espacio dulce para la convivencia.

Pero, pero, pero... resulta que hay una calle llamada Sabino Arana. ¡Hey, esto no concuerda con el cuadro idílico que estoy pintando! Averigüé. La rebautizaron así en 1979, cuando cambiaron los nombres franquistas de calles y plazas. De perdidos al río. Ya no es franquista, pero dedicarle una calle a un xenófobo de campeonato, un adalid del nacionalismo más racista, un pionero de la limpieza étnica, no es una moción que yo apruebe. Alcalde, cámbiale el nombre. ¿Qué tal calle de Tomás y Valiente?

Mientras el alcalde se lo piensa, tengo que desagraviar a mi novia Maite. Es hija y nieta de murcianos afincados en L'Hospitalet, más concretamente en los bloques de Bellvitge. Maite es técnica química y trabaja en una fábrica del Prat de Llobregat. Ella y su familia representan todo lo bueno que aportan los inmigrantes en su ancestral, incesante y quintaesencial fluir por los caminos del mundo. Son gente honesta, trabajadora, sacrificada, ahorrativa. Los padres de Maite le han dado a ella y sus hermanos todo lo que ellos no tuvieron: estudios, seguridad económica, futuro. Según las viscosas elucubraciones de Sabino Arana, los españoles son seres mediocres, malolientes y degenerados, unos homúnculos indignos de respirar el mismo aire que los altos y nobles montañeses vascos. La familia de mi novia, los que son como ellos, han enriquecido Cataluña con su esfuerzo. Han bendecido la tierra con su sudor y merecen un desagravio. Venga, voy a invitar a Maite a cenar a un buen restaurante.

El Espai Sucre, en la calle de la Princesa, junto a la del Comercio, está a pasitos del bar del Hibernacle del parque de la Ciutadella, o sea que empezamos bien ya que por ahí pasa el eje del Universo. Es una escuela de repostería y el primer restaurante de postres de España. También ofrece cursos monográficos y demostraciones a cargo de pesos pesados de la gastronomía. Llegamos Maite y yo. Diseño por un tubo, pelín gris y afrancesado, pero el menú rompe el hielo ya que trae impresa una hormiga, mi animal favorito. En la parte de atrás otra vez la hormiguita, pero de color morado, y pone 'hormiga morada (por sus excesos gastronómicos)'. ¡Bien! Una simple nota de humor convierte a un sitio caro y sofisticado en un lugar caro y acogedor. El estómago se relaja y una sonrisa nacarada asoma en el rostro de los comensales. Empiezan a traernos aperitivos en platitos tipo zen: paté de campaña sobre tosta de parmesano con reducción de vinagre (¡arrea!); pan de aceite con mousse de soja, maíz y cristales de pimienta (¡guau!); pastel de acelgas con bacon y huevo de codorniz escabechado (¡hala!). Hablamos en catalán con los camareros. Luego pasamos al castellano, y de inmediato a los platos fuertes: pescado de lonja con suquet de cigalas y patatas; lentejas estofadas con foie-gras a la plancha. Maite dice: 'yo soy más de pueblo que las amapolas' y me quedo mirándola, arrobado. ¡Qué guapa es! Ella escoge tres postres y yo cinco. La cabeza me da vueltas. De pronto le cojo la mano y le digo:

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-¿Quieres casarte conmigo?

-¿Qué dices, chalao? ¿Has vuelto a beber? ¿Para qué nos vamos a casar, con lo bien que estamos así?

-Sí, tienes razón cariño, perdona, me he dejado llevar.

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