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Reportaje:RAÍCES

La barraca de la Karaba

La abundancia de pregones en Andalucía ha desvirtuado la función de este tipo de discurso

El pregón, o sea, el anuncio a voz en grito de una mercancía, debió surgir en la prehistórica economía del trueque. Desde esos tiempos el pregón fue un mensaje emitido desde quien tenía y conocía un producto hacia aquellos que no lo poseían y podían desearlo. El pregón fue, pues, el primitivo mecanismo para hacer posible el encuentro entre la oferta y la demanda. La necesidad de encontrar compradores aguzaba el ingenio hasta hacer surgir la estrofa personal e intransferible: 'Molletes calientes / ay cómo bajean / ay cómo llegaron / de la Isla / de San Fernando'.

Algunos de éstos, como los del florero Quijá, el anónimo vendedor de peces reyes del que escribiera Demófilo, lograron pasar a la posteridad y entrar en la gloria de ver su nombre o su copla escritos con letras de imprenta en las revistas y boletines de las sociedades folklóricas. Todo el mundo sabía que los pregones se hacían para los de fuera. A ningún cenachero se le hubiera ocurrido crear una copla para otros cenacheros, ni a Antonio Molina desperdiciar su voz intentando venderle macetas de geranios y dalias a los que se ganaban la vida plantando almárcigas de flores.

Pero ahora en este piccolo mondo antico de Andalucía hay una paradójica situación en lo que a pregones de fiestas se refiere y, en particular, a los que versan sobre la Semana Santa, la temporada taurina y el largo rosario de romerías que van desde la primavera al otoño. Los pregones con los que se anuncian estos eventos no están hechos para los de fuera, para los que todavía no han pisado la plaza de toros, cambian de cadena de televisión cuando la que estaban viendo conecta con una procesión o prefieren el polvo doméstico al del camino, sino para los de dentro que, después de prolijas recomendaciones, se sientan a miles ante el pregonero en espaciosos teatros.

A medida que el género o subgénero se ha extendido por ciudades, pueblos, iglesias, casas de hermandad, peñas taurinas o deportivas y áreas culturales de sindicatos, los pregoneros se han multiplicado; todos los asistentes de todos los niveles han acabado preguntándose por qué no podía tocarles a ellos también, y todos los que han ejercido han comenzado a plantearse ascender a pregonero del escalón siguiente.

En aquellas Ferias de Sevilla de La Tierra de María Santísima que José Mas y García Ramos ilustraron, existía una barraca en la que campeaba un extraño reclamo: la Karaba. La gente que pagaba por entrar sólo veía una mula muerta que araba -K-araba- cuando estaba viva y salía con una sonrisa de oreja a oreja para que quienes esperaban en la cola no se desanimaran sino, al contrario, siguieran dispuestos a entregar el óbolo que les permitiera admirar aquella misteriosa maravilla

También en otros sitios hay colas. El día 1 de enero de cada año, los que en Viena han conseguido poseer un asiento para el Concierto de Año Nuevo abandonan la sala de la Musikverein, después de escucharlo, con una sonrisa de satisfacción. El haber sido espectadores de excepción no les impide, sin embargo, poner reparos o alabar el espectáculo, ya que ninguno de ellos espera ser primer violín o director de la orquesta filarmónica.

Aquí, a la salida de unos pregones en los que no se ha oído nada que no se supiera, nadie pone una sola objeción porque la mitad reconoce que nada le dijeron cuando lo dio y la otra mitad porque espera que no se lo digan cuando, en los próximos años, a lo mejor caiga la breva. Siempre es preferible una Karaba consentida a una apaleada.

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