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Columna
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Reinventar la historia

Lo quieren todo: el presente les pertenece, o casi; el futuro está en sus manos, o con esa ilusión viven; y el pasado, con forzar un poco las cosas, ya caerá entero. Su capacidad para dominar el tiempo, que todo poder se impone, es ciertamente asombrosa, pues llegaron al Gobierno por los pelos, nadie les vaticinó entonces un gran futuro y, del pasado, no querían ni hablar, de tan incómodos como se sentían con sus ancestros.

Pero a la chita callando, primero, y de manera clamorosa después, se han ido adueñando del pasado a base de reinventar la historia. Verdad es que encontraron el terreno abonado por los anteriores señores del tiempo: los socialistas habían extendido, si no la consigna, al menos la costumbre de mirar hacia atrás sin ira. Al fin y al cabo, como ya enseñó Renan, no hay nación posible, vividera, sin grandes dosis de historia que olvidar. En nuestro caso, sin grandes dosis de pasado que aprender a mirar de otra manera. Se acabó el lamento por la diferencia española; se acabó la diferencia misma. España, como todo el mundo, con sus cosas buenas y sus cosas malas.

Los socialistas hicieron mutis y los que llegaron dieron dos pasos al frente: una exaltación beata de la Monarquía pretendió ver en ella el hilo rojo de una historia que ya podía recitarse sin complejos. Carlos V, un César amante de las artes y las ciencias, un europeo de pies a cabeza; Felipe II, príncipe del Renacimiento y padre amantísimo, gran hallazgo; Carlos III, para qué hablar, Ilustración plena sin pizca de despotismo. Y queda por ver qué ocurrirá con Alfonso XIII, a punto de cumplirse el centenario de su coronación, pues ha sido a golpe de aniversario como hemos ido transformando nuestra visión del pasado, metiendo a la Corona en el lote para enterrar de una sola tacada las dos grandes tradiciones que tuvieron, la una, la de los liberales, a los Austria como causa de la decadencia de España, y la otra, la de los católicos, a los Borbones como razón de su desvío.

Una nueva tradición emerge, una tradición inventada, como todas, pero innecesaria, gratuita, como pocas; forjada por cortesanos más que fomentada por una inexistente Corte. Porque la exaltación beata de la Monarquía implica la contemplación exultante de lo que el poder y la sociedad han sido durante los años en que tan egregios personajes sembraron de tanta ventura el solar hispano. Deslizados por esa pendiente, hasta los instrumentos de gobierno se transforman, y en lugar de escuchar a los clásicos de antaño que sabían de sobra -como lo saben igualmente los nacionalistas de hogaño- que la lengua acompaña siempre al imperio, que lengua y poder van siempre de la mano, les hacen decir al Rey fantasías asombrosas sobre la extensión alcanzada por la lengua que Nebrija denominaba castellana o española cuando presentaba a las Muy Católicas Majestades, como instrumento de imperio, la gramática que pretendía codificar su uso.

Un encuentro de culturas: la cursilería inventada por los socialistas para denominar con tal estupefacciente anacronismo lo que sus protagonistas vivieron como descubrimiento y conquista, cuando no como evangelización y expolio de indios salvajes, ha fructificado ahora en una lengua extendida hasta los confines del universo por arte de birlibirloque. ¿Cómo habría sido posible semejante epopeya, que ni romanos ni ingleses pudieron realizar sin auxilio de legiones y caballería ligera? ¿Tal vez por el intrínseco valor del castellano, por la repentina iluminación de los indios que de pronto vieron en una lengua literalmente caída del cielo el instrumento para expresar lo que en sus pobres hablas ni balbucir podían? ¿A quién de entre los redactores de discursos se le habrá ocurrido semejante dislate?

Quizá las naciones tengan que olvidar parcelas de su historia, aprender a verlas con otros ojos; pero ni la Monarquía ni la lengua española necesitan ser contadas a la manera nacionalista, como un cuento de hadas.

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