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LA CRÓNICA
Columna
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Sopa de Maremàgnum

Lo odian, por feo, los arquitectos. Lo aborrecen, por ruidoso, los vecinos de los barrios próximos. Es enorme, abre todos los días del año y tiene un aparcamiento dividido en secciones que llevan el nombre de un animal y que permiten al conductor identificarse con una u otra bestia, según su estado de ánimo. Se llama Maremàgnum pero desde que, por error, mi hija lo bautizó como Malemàgnum, me gusta llamarlo así. Las escaleras que comunican el aparcamiento con la superficie huelen a una mezcla de meados y desinfectante. Cuando, muy tarde, cierran las discotecas, algunos desaprensivos dan rienda suelta a su incontinencia urinaria. Antes de la avalancha del mediodía, cuando todavía reina la calma, los camareros y cocineros de los restaurantes comen en una mesa apartada. Casi no hablan. Quizá porque proceden de países distintos y están aquí de paso. Los hay paquistaníes, filipinos, ecuatorianos, italianos, coreanos, chinos, peruanos. Entran y salen por puertas de emergencia y salidas de incendio, arrastrando rebosantes contenedores mientras, de reojo, contemplan cómo, detrás de los ventanales, los barcos llegan protagonizando un envidiable baile de banderas. Ondean al viento: noruegas, inglesas, turcas, buscando amarre en este puerto globalizado con, a un lado, turistas en viaje de placer y, al otro, multirracial personal de servicios.

Payasos y paellas, boleras y resacas y pokémons en oferta, la realidad explota en mil pedazos

La corriente de aire, incluso en primavera, obliga a los padres a vigilar a sus hijos. Al primer estornudo, se suelta la frase de moda: 'Ya se ha resfriado'. El niño, sin embargo, ajeno al tráfico de bacterias, se deja seducir por esta catedral del ocio. En el primer piso, está la versión consumista de paraíso: un salón recreativo con una ensordecedora banda sonora y muchas tentaciones. Conviene visitar Maremàgnum de vez en cuando porque el paisaje cambia. Donde hubo un restaurante se instala una superficie especializada en productos de telefonía y se observan pequeñas mutaciones, como, por ejemplo, ese agente de seguridad enamorado de la dependienta de la tienda de camisetas. Los clásicos, sin embargo, permanecen. Restaurante chino o napolitano, los negocios van adquiriendo ese prestigio que, por papanatismo, se le niega a las grandes superficies. No es una maravilla, es cierto, pero tiene de bueno su situación, con un privilegiado mirador hacia la ciudad, rendida a ras del agua y del tráfico que, hacia la ronda, produce niveles de contaminación acústica totalmente asombrosos. Maremàgnum convive con el Aquàrium, carísimo vecino al que acuden manadas de curiosos para contemplar ejemplos de vida submarina en cautiverio, filosófico espejo para almas en crisis. Hay un tiovivo en el que, los domingos, los padres separados llevan a sus hijos y un garito que vende palomitas cerca de unos tenderetes de pacíficos representantes del arte amateur.

Los días de lluvia, los charcos reflejan el cielo gris y contribuyen a la desolación de un paisaje que, sin gente, carece de sentido. Los días de sol, en cambio, la multitud acude, compra, consume y se entremezcla. Turistas con juerguistas, jóvenes con ancianos, cinéfilos con amantes de la brisa, parejas a punto de pelearse o de reconciliarse, todos se incrustan en esta viñeta de Opisso de nuevo milenio, sintomático mogollón de una sociedad tatuada, con piercing y deudas, con prótesis y empastes, que no se parece en nada a la que reflejan los telediarios y programas políticos. Se oye hablar en catalán, pero poco. Y, en cambio, suenan comentarios en ruso y ucraniano, serbocroata y mandarín. Tantos idiomas que, para algunos, representan sólo la variedad turística pero que, para otros, corresponden, además de a turistas, a trabajadores ilegales de servicio doméstico, prostitutas que se toman un día de tregua, mafiosos de poca monta en busca de alguna oportunidad para sus trapicheos, canguros sin denominación de origen, honrados camareros, fontaneros que llevan a sus hijos, nacidos aquí, a ver el mar y el sol y si la economía lo permite, la madre entra con el niño y sale encantada con los pingüinos. Por la noche, los fines de semana, se mascan algunos momentos de intensa confusión y se consume y bebe y baila y, de vez en cuando, hay cruce de palabras, empujones, miradas de odio, reproches, insultos y provocaciones que van a más. La energía que confluye en este lugar, tan criticado por los sibaritas, se desintegra como el átomo los fines de semana. Payasos y paellas, boleras y resacas, máquinas lectoras de futuro y escaparates con pokemons en oferta, la realidad explota en mil pedazos y llega entonces el momento o de irse o de meterse en el Imax a contemplar algún documental sobre delfines deslizando su viscosa anatomía por una pantalla alucinógena o de tomarse una cerveza y recapacitar mientras siguen llegando hordas de tipos que viven y trabajan en Cataluña y que nada tienen que ver con esos salvadores de la patria que, día sí y día también, dicen saberlo todo de nosotros, representarnos, defendernos, interpretarnos. El que quiera saber de qué va este país, debería pasarse una temporada aquí, en Maremàgnum, territorio ganado al mar, república comercial independiente.

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