Las casas
Aunque las ciudades son mucho más que una reunión de casas junto a una orilla o al pie de una montaña, los recuerdos personales de una ciudad se funden inevitablemente sobre el vapor de las casas en las que uno ha vivido. Al imaginar la presencia del pasado en la realidad, jugamos a los fantasmas, recorremos los pasillos y abrimos las puertas de los antiguos edificios, sospechando la palpitación incorpórea de sus habitantes remotos, una galería de viejas figuras deshechas por el tráfico del tiempo. Pero suele ocurrir exactamente lo contrario, porque es el fantasma de las casas el que se disuelve en nuestra memoria y vaga por las esquinas de los recuerdos con su candil de luz ambigua y su cadena de hierro en el tobillo.
Granada es mucho más que una reunión de casas, pero yo la recuerdo instintivamente, sobre todo en esos momentos en los que no me empeño en hacer memoria y las sensaciones acuden al presente con una impremeditada verdad, con el rumor de luces, sombras, escaleras, cristales y gentes de las casas en las que he vivido. La paradoja de esta geografía sentimental es que las casas son más nuestras cuando están más lejanas, porque la propiedad privada no puede imponer sus leyes en el azar seguro de las evocaciones. La casa que compramos con el disciplinado y agobiante recibo mensual de la hipoteca, la casa que alquilamos con el dinero triste de los recibos a fondo perdido, son menos nuestras que aquella casa de los abuelos, en la que el desayuno tenía sabor a mantequilla holandesa y a fiesta, o que la casa de nuestros padres, en la que aprendimos las reglas del amanecer y de la tarde, hilvanando la realidad con una aguja de horarios y obligaciones.
Debajo de la piel de la palabra Granada, oigo en primer lugar las voces remotas de la calle Lepanto, a la espalda de la plaza del Carmen, una mezcla matinal de campanas de iglesia, rumores eléctricos de tranvías amarillos, persianas metálicas levantadas en las puertas de los comercios, gatos acechando en la vegetación de sombras de un río embovedado y callejones de prostitución sórdida, verdadera lección de posguerra, surge luego el aire fronterizo del paseo de la Bomba, un barrio que durante mucho tiempo se partió entre la ciudad y el campo, entre las últimas casas nobles del centro y las alamedas del Genil, apoyadas en el bar de la estación del tranvía que cruzaba con una envejecida modernidad los pueblos y los desfiladeros para subir a Sierra Nevada. En el bar de la estación se juntaban los almanaques con mujeres desnudas y las estampas de la virgen, los obreros que tomaban una copa de coñac antes de acudir a los andamios y las hormigoneras de los suburbios y los campesinos de la vega que acudían a la ciudad para desperdigarse por los hospitales, las comisarías o las oficinas en las que se arreglaban los papeles. Los barrios se filtran a través de la luz en las casas y en el carácter de sus habitantes.
Después han llegado otras casas, vecinos de saludo diario, desconocidos familiares, mundos pegados estrechamente a la realidad. Pero supongo que deberé esperar algunos años para que vaguen como fantasmas con candil por mi memoria y formen parte de la fidelidad íntima que siento por esta ciudad.
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