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¡Olé, Goran!

Una de las más hermosas sinfonías de la vieja Europa. Violines y violas polacos tejen la tela sonora sobre la que dibuja arabescos un clarinete balcánico hasta arrancar los pasos de un tango centroeuropeo. Sobre la resonancia de la cuerda entran tres voces femeninas búlgaras que rompen los 'bombazos' de un señor de negro y aires de guerrero mongol. Es Ognjen Radivojevic, que se levanta para dirigir al solemne coro masculino serbio. Por la izquierda irrumpen los siete cíngaros de la banda de bodas y funerales, tocando con alevosía sus instrumentos de metal, mientras por la derecha se cuela discretamente Goran Bregovic, de lino blanco. Con esos elementos dispares, y aparentemente contradictorios, Bregovic, que no deja de mirar entre maravillado y divertido a sus acompañantes -treinta y ocho en escena-, está creando una de las músicas más arrebatadoras del continente. Música que trata de los dos asuntos trascendentes: amor y muerte.

El suyo es un excitante funambulismo, que no depende de estrategias mediáticas ni intereses coyunturales, entre el clasicismo y la verbena, lo contemporáneo y lo popular, la partitura sacra a lo Pärt o Gorécki y la bullanguera fanfarria de los cíngaros. Parte de la tradición sin por ello hacer música tradicional. Casi tres horas de música intensa, colorista, vigorosa, apasionada, exótica, fascinante.

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