Desierto
La debilidad de Nietzsche no era precisamente el ecologismo; por eso no hay más que tomar en sentido alegórico la famosa imprecación del Zaratustra: 'El desierto está creciendo. ¡Desdichado el que alberga desiertos!'. El desierto es ese lugar enigmático donde no sucede nada, donde la vida se convierte en un acto extremo, nítido, ruidoso como el golpear de las gotas en la clepsidra, justamente porque no existen objetos con qué solaparla. A Paul Bowles le fascinaba el desierto, porque en él se sentía protegido, y a T. E. Lawrence le parecía el lugar más higiénico del mundo. El Andévalo de Huelva es esa franja fronteriza que queda entre la sierra y las marismas, una línea del mapa atacada por una perentoria falta de precisión, de identidad: carece de las romerías que dan nombre al sur, de los embutidos que hacen al norte famoso. El Andévalo se asemeja a un desierto, en el sentido más elástico de la palabra; un hechizo antiguo impera sobre estos bosques a trasquilones, sobre las carreteras que cesan sin previo aviso, sobre los restos de minas cerradas que resisten en algunas laderas. Hay una quietud, un vacío sobre este suelo que evoca esa pureza de que hablaba Lawrence y que mueve a la vez a la compasión, porque desdichado es el que alberga desiertos.
Pero todo desierto tiene sus oasis, y existe otra clase de vegetación que ama los ambientes hostiles. Miramos a la flor que ha brotado sobre el cactus admirando su belleza cineraria, pero más que eso el esfuerzo pírrico, la voluntad que le ha hecho sacar la cabeza al aire aquí donde hay poco que respirar. Si Andalucía es la región que cuenta con menores índices de lectura de un país que siempre se ha señalado por su anemia cultural, fácil será comprender en qué consiste el panorama de sus rincones menos favorecidos. Resulta complicado dar con una biblioteca, y una vez encontrada, dar con un volumen que no haya sido exhumado de un trapero, de la colección privada de algún vecino cívico que legó al municipio la obra completa de los Álvarez Quintero. En un medio que parece todo menos alentador, aparecen unos irreductibles galos que resisten con hombría: sordos al desierto, unos muchachos editan cada mes, en Valverde del Camino, un fanzine que se señala por su calidad casi escandalosa. Recuerdo que hace años intenté, en compañía de algunos amigos, perpetrar una publicación parecida a lo que hacen estos jóvenes onubenses, con resultados más bien discretos y arrostrando dificultades de toda suerte; entiendo, entonces, hasta qué punto esta media docena de páginas en El Andévalo constituyen un milagro. En los desiertos, la vegetación tiene que alimentarse de las corrientes subterráneas: aprovechando como mejor pueden las subvenciones que destina el Ayuntamiento y los fondos de una asociación católica, los redactores de Ña-ña ofrecen cada treinta días una revista que conjuga literatura, reivindicación salvaje, ironía, información de primer orden. Sin que yo entienda cómo, desde esta zona del sur consiguen ponerse en contacto con Federico Luppi, con Vázquez Montalbán, con las madres de la Plaza de Mayo, y realizan entrevistas que merecen baldas en las hemerotecas. Lleno de admiración hablo con Manolo Becerro, uno de los responsables del asunto, subimos a la destartalada oficina de la revista, miramos el crepúsculo violeta sobre las antenas de Valverde: el desierto avanza, pero a veces alguien intenta ponerle zancadillas.
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