Accidente
El coche que lo iba a matar fue elegido por su propietario después de un minucioso examen. A la hora de escoger pareja lo había fiado todo al destino: se enamoró de la única chica soltera que había en aquel baile y llevado por la pasión se casó con ella a los pocos días sin importarle que fuera rubia o morena; en cambio estuvo dudando más de un año antes de decidirse por ese coche rojo que lo llevó al precipicio. Ciertamente había conocido a su mujer por fuera, pero se lanzó en picado comprometiendo su vida sin saber cómo respondería por dentro. Ni siquiera había probado su arranque. Con el coche fue mucho más precavido. Pasó algunos meses leyendo los suplementos que los periódicos dedican al motor y después de contrastar en los catálogos las prestaciones de cada modelo finalmente optó por el coche que creía más acorde con su carácter. Este conductor poseía todavía un ancestro muy común: imaginaba que el automóvil te agradece el que lo hayas preferido precisamente a él entre otros muchos y que incluso te reconoce como sucede con los caballos, que perciben el estado de ánimo del dueño cuando lo monta y si está ebrio lo llevan desde la cantina hasta la puerta de casa. Lo lavaba, le acariciaba el salpicadero y también le hablaba a solas con admiración. En este aspecto era como aquellos viejos labradores que se comportaban con suma dureza con la mujer, pero reservaban insospechados sentimientos de ternura con la yegua. A veces creía que el coche le susurraba: no me falles nunca y yo tampoco te fallaré. Entre el motor y el alma de su propietario se había establecido una relación íntima. Lo conducía como si le hiciera el amor. En algunos viajes se establecía entre los dos una pelea de amantes y entonces él vertía sobre la máquina toda su frustración obligándole a responder a sus anhelos según los avatares de cada día. Regresaba de vacaciones. A su lado la mujer dormía. Después de tantos años no había acabado de entender a aquel ser tan pegado a su vida; en cambio estaba seguro de conocer muy bien el corazón de aquella máquina. Pero no era así. Ignoraba los celos que tenía y la atención que reclamaba. Eso le mató. Esta vez bastó con que el conductor mirara con envidia por la ventanilla a otro automóvil nuevo y más potente que les adelantaba para que en una curva por puro despecho el coche se arrojara junto con su amo al vacío. Se suicidó. Aquel coche estaba profundamente enamorado.
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