Lo que el pajarito dice
De creer a mi tío Leopoldo, cuando la Guerra de Cuba hubo un diputado a Cortes que a fin de paliar el preocupante desequilibrio de fuerzas navales, favorable a Estados Unidos, propuso ascender de categoría a determinados buques de la Armada Española: que los cruceros fuesen nombrados acorazados, los destructores, cruceros; destructores, las cañoneras, y así siguiendo a todo lo largo del escalafón. Pues bien, algo parecido a tan mágica fórmula está intentando realizar el Gobierno en los ámbitos literario y mediático desde el pasado año.
Ya se sabe: los escritores y artistas suelen ser gente que resultan incómodos al poder de turno, sea éste de una u otra tendencia ideológica. Siempre hay excepciones, claro. Lo fueron, en la España del siglo XX, dramaturgos como Echegaray o Benavente, que tenían la ventaja añadida de ser Premio Nobel, lo que no impide que hoy sean conocidos principalmente por los billetes del Banco de España. Ninguno de los dos podía resultar incómodo; al contrario, sus preocupaciones, los problemas íntimos de la clase media, eran de lo más reconfortantes. Pero no fue éste el caso, precisamente, de otros escritores, de Machado y de Cernuda, de Ortega y Unamuno, de Guillén y Juan Ramón, de Valle-Inclán y García Lorca.
Durante el franquismo también se desarrolló una literatura de carácter oficial que no podía ocasionar problema alguno: la de un Pemán, un Panero, un Ruano. Pero, totalmente al margen del poder, o mejor, contra él, hacia finales de los años 50 surgió una literatura de entidad real, una serie de nombres que no es preciso dar ya que son los que siguen vigentes. Considerados de izquierda -sobre todo porque Franco encarnaba la derecha-, esos escritores, llegada la Transición, otorgaron por lo general un voto de confianza a los socialistas. Si luego, también por lo general, les retiraron esa confianza, no fue debido al espléndido desinterés hacia el mundo de las letras mostrado por los socialistas -hubo un Director General del Libro que me preguntó si Juan Goytisolo y yo éramos parientes-; en el fondo, tal vez la actitud más conveniente para el escritor. Si los socialistas perdieron esa confianza fue por muchas otras razones de todos conocidas. Aunque no deja de ser sintomático que uno de los sarcasmos más recurrentes de los prodigados a Guerra dentro de su propio partido fuera el de su afición a la poesía.
Con los populares está empezando a pasar algo muy parecido: el Gobierno ha gozado de un relativo margen de confianza por parte de artistas y escritores a lo largo de más de cuatro años. Sin embargo, desde el pasado otoño ha cosechado una serie de problemas que, inicialmente ajenos, ha terminado haciendo propios. Y, en el terreno de la cultura, ha sabido crearse él solito un problema de nuevo cuño; supongo que a ello ha contribuido la tradicional desconfianza de la derecha hacia escritores y artistas, los en otro tiempo llamados intelectuales. Me estoy refiriendo, como es fácil comprender, a la anécdota naval de mi tío Leopoldo expuesta al principio. Esto es: al intento gubernamental de formar una flotilla de voces amigas en el ámbito literario y mediático, capaz de compensar una eventual defección o actitud hostil de esos intelectuales. Una irrupción que, antes que reacciones admirativas, ha suscitado de inmediato incredulidad, hilaridad y una buena pizca de irritación. Y es que tal intervención -tan contraria a sus principios liberales en el mercado de otro tipo de valores- consiste ni más ni menos que en incrementar la relevancia o audiencia de esas voces amigas por un procedimiento muy semejante al de ascender los barcos de categoría, al de hacer acorazados de las cañoneras. Intervenir sin que parezca que se interviene, claro, aunque al final lo parezca; sin vulnerar el liberalismo de los principios, la libertad de mercado, un mercado regido en este caso por la crítica que verdaderamente critica -tanto en España como fuera de ella- y por los lectores que realmente leen. Para ello es importante que todo suceda de un modo natural, conforme, se diría, a la inercia misma de las cosas. Se recurre a lo que dice el pajarito, ese pajarito ubicuo que anida en los móviles y se teletransporta a despachos y corredores; un pajarito que, como el demonio, es legión, aunque por su forma de otorgar autoridad y relieve, más bien hace pensar en la paloma por excelencia, esa paloma o palomo que, al descender, infunde y hasta confunde. El pajarito se posa en un hombro determinado y, al elegido en función de los servicios prestados o por prestar, se le cepilla la caspa, se le orea el alcanfor, se le recogen las mollas, y ¡al plató! Ahí lo tenemos: un flamante acorazado entrando en escena.
Es como sacar un conejo de una chistera o, según el dicho popular, como dar gato por liebre. Sólo que no hay alquimia en el terreno literario que haga bueno lo malo y lo malo bueno. Como ya escribí en otro contexto, la notoriedad no merecida se esfuma como el calor de un plato de sopa. Sin que en ningún momento se haya conseguido modificar la opinión del lector que realmente lee, la del crítico que realmente critica. Ni, por supuesto, la de otros escritores. Parece evidente que el intelectual ha perdido -por suerte, diría yo- la autoridad moral que ejerció sobre la sociedad hasta no hace tanto tiempo. Pero sigue siendo, no hay que olvidarlo, termómetro anticipador del pensar de esa sociedad.
No voy a dar nombres, ya que están en la mente de todos. Pero téngase en cuenta que si los Pemán, los Benavente, los Echegaray, valorados en relación a su propio contexto -al panorama literario internacional de la época- podrían ser considerados modestos guardacostas, las figuras ahora propuestas alcanzan apenas la consideración de socorridos buques nodriza.
Luis Goytisolo es escritor.
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