Ni tanto ni tan calvo
El lema 'libres en tanto que iguales' no equivale a 'cuanto más iguales, mejor'
Nos gusta pensar cultivando contraposiciones, cuanto más dramáticas, mejor. Así, hay que estar con el mercado o contra él, al lado de la pintura moderna o frente a ella, hay que comunicarse por Internet o llevar boina y desayunar magras con tomate. La experiencia demuestra que casi todas estas alternativas son falsas, y por lo mismo, impertinentes. La de la igualdad o libertad es una de las más conminatorias. Pero también es falsa, y por tanto, máximamente impertinente. En lo que sigue, defenderé la tesis de que la igualdad no se opone a la libertad. Justo lo contrario: basta ubicar la idea de libertad en su contexto histórico, para constatar que está incrustada en la idea de igualdad. En un orden puramente lógico, la idea de igualdad es, pues, anterior a la de libertad. De ahí se han sacado conclusiones por lo común incorrectas. Pero éste es otro asunto, del que hablaré más tarde. De momento, me limitaré a explicar por qué las ideas de libertad e igualdad van juntas o en mancuerna, como los bueyes delante del arado.
Mi punto de referencia será Larry Siedentop, quien se ha pronunciado sobre la cuestión con claridad insuperable. Según Siedentop, que en cierto modo se limita a recorrer el camino abierto por Tocqueville o más tarde por Fustel de Coulanges, no tendría sentido propugnar la libertad como un bien universal, a menos que se entendiese que todos los hombres tienen derecho a ser libres. Y no se entendería que 'todos' los hombres tienen derecho a ser libres, si todos los hombres no fueran, en último extremo, iguales. ¿Qué significa aquí 'en último extremo'? Siedentop contesta a esta pregunta como manda el sentido común: haciendo historia, y no haciendo geometría. Contrasta un sistema de castas como el de la India, o el de la Europa antigua y dominada aún por las desigualdades anejas al derecho consuetudinario, con la Europa moderna. Y señala que en esta última no se define a una persona por la suma de sus atributos sociales o naturales -por el sexo, la profesión o la renta-, sino por su derecho transversal a disponer de su propio destino. Todos los hombres estarían empatados en lo que toca a este derecho. Y en pareja medida, todos los hombres serían iguales, iguales ante la ley y también moralmente iguales. Hasta aquí, Siedentop, y yo a su cola.
Las discrepancias significativas, las tensiones entre libertad e igualdad, aparecen unos cuantos palmos por encima de los principios básicos. Surgen cuando nos preguntamos a partir de qué momento las desigualdades locales -de renta, de talento, de educación- frustran irreversiblemente la igualdad fundamental de todos los hombres, y con ella, el derecho de éstos a desarrollar libremente sus capacidades innatas. Según se responda a la pregunta, nos ubicaremos en uno u otro punto del espectro ideológico. Pensemos... en términos deportivos. Imaginemos que se organiza una carrera, con la voluntad de que las reglas que la gobiernan no discriminen a unos ni penalicen a otros. Habrá que atenerse a una serie de disposiciones elementales. Por ejemplo, todos arrancarán al mismo tiempo de la misma línea de salida, y para todos un segundo será un segundo, y un minuto, un minuto. Pero cabe ir más allá. En nombre de la igualdad de oportunidades, cabe exigir, por ejemplo, que todos los participantes inviertan el mismo número de horas en los entrenamientos previos a la carrera. O que una dieta oportuna, o en su defecto la cirugía, compense las ventajas relativas de que disfruta una persona si sus músculos son más largos o más flexibles. Esta supresión inclemente de las diferencias será enarbolada por algunos como una igualación 'efectiva' de oportunidades. No necesito recordar que la 'igualdad efectiva', conseguida a este precio, habrá abrasado hasta el último átomo de libertad.
Zapatero, en su, por otro lado, moderadísimo y muy razonable discurso de Siglo XXI, habló en cierto momento de 'igualdad efectiva de derechos y oportunidades'. Es obvio que Zapatero jamás habría cortado o estirado los músculos de los participantes en la carrera social; ni aun siquiera, ¡válgame Dios!, habría impedido a los más trabajadores someterse a entrenamientos más duros y exigentes. Pero el concepto de 'igualdad efectiva' no es inocente: ha sido invocado repetidamente por los socialistas a fin de que el Estado intervenga en las haciendas y vidas de los particulares y corrija las diferencias 'arbitrarias' que dividen a la grey ciudadana. Sería cicatero negar que la intervención del Estado ha remediado injusticias manifiestas. Pero resultaría ingenuo o sectario ignorar que una concentración progresiva de poder en manos de la clase política y funcionarial puede degenerar, y de hecho ha degenerado en parte, en formas peligrosas de despotismo.
Cierta izquierda voluntarista cree poseer un antídoto milagroso contra esta amenaza. Al antídoto lo llama 'control democrático'. Pero el control democrático da de sí lo que da de sí. La democracia no impidió el acceso de Hitler al poder, ni es incompatible con una legislación incivil, o con transferencias de renta de carácter expoliador. En vista de esto, sigo estimando oportuno recordar que la realidad es compleja, y que una igualdad perseguida por procedimientos imprudentes puede dar al traste con la libertad. El lema 'libres en tanto que iguales' no equivale a 'cuanto más iguales, mejor'. Hay maneras y maneras de ser iguales. Algunas, lo confieso, no se me antojan especialmente deseables.
Álvaro Delgado-Gal es escritor.
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