2001, recuerdos del futuro
En el año 2001, el doctor Heywood Floyd aborda el lanzador comercial Orion III para subir desde la Tierra a la Estación Espacial I, gigantesca estructura anular rotatoria de 300 metros de diámetro y con gravedad artificial similar a la gravedad lunar. La estación está situada en órbita terrestre baja, dispone de todas las comodidades y en su entorno se desplazan varios vehículos espaciales con distintas misiones.
Después toma la nave espacial comercial Aries-IB, propulsada mediante eyección de plasma, para trasladarse desde la estación hasta la Base Lunar Clavius, subterránea y completamente autosuficiente. Con objeto de examinar la anomalía magnética encontrada en el cráter Tycho utiliza un vehículo de superficie capaz de rodar y volar sobre la Luna.
Dos años después, David Bowman y sus compañeros de viaje vuelan desde la órbita lunar hasta Júpiter en la nave Discovery I, de 135 m de longitud. La nave fue ensamblada en órbita terrestre, está propulsada por un motor cohete nuclear y transporta tres naves espaciales en miniatura para realizar actividades extravehiculares.
Como muchos lectores habrán deducido, esta serie de acontecimientos relativos a la ingeniería aeroespacial está sacada de la película de ciencia ficción 2001: una Odisea del Espacio (1968), dirigida por Stanley Kubrick, y de la novela que con idéntico título escribió el mismo año el coguionista de la película Arthur C. Clarke.
Clarke es uno de los extrapoladores-científicos más reconocidos del siglo pasado y ha sido capaz de pronosticar el futuro en algunos casos. Sin embargo, en relación con estas previsiones que debían cumplirse este año y sin considerar otros temas tratados en la Odisea Espacial aún más discutibles (inteligencia artificial del ordenador HAL, hibernación, contacto con inteligencias extraterrestres, viajes hiperespaciales por agujeros de gusano, etcétera), Clarke se equivocó en casi todo.
Y lo cierto es que a finales de los años sesenta los pronósticos de Clarke eran realistas, razonables e incluso modestos. Piénsese que si en una década se pasó del primer satélite artificial (Sputnik I, 1957) al primer hombre en la Luna (Apolo XI, 1969), manteniendo ese ritmo de desarrollo tecnológico parecía claro que en otros 30 años la humanidad dispondría de una infraestructura espacial completa en órbita terrestre, una base lunar autosuficiente, vehículos interplanetarios tripulados de grandes dimensiones, etcétera.
¿En qué hemos fallado para que la consecución de hitos deslumbrantes en la conquista del espacio se haya ralentizado e incluso estancado? Básicamente pueden aventurarse tres respuestas.
La respuesta más optimista está basada en argumentos económicos y políticos: podíamos hacerlo, pero las misiones espaciales son carísimas, ha faltado voluntad política para mantener el ritmo de los años sesenta y además algunas opciones no son políticamente correctas (por ejemplo, la utilización de la energía atómica en el espacio).
La respuesta más pesimista postula que la Ciencia (con mayúscula) tiene un límite inviolable, que estamos cerca de él y que por tanto sólo podemos conseguir pequeños avances, cada vez menores, en ciencia aplicada y desarrollo tecnológico. Para progresar en la conquista del espacio tendremos dificultades cada vez mayores y, como mucho, nos expandiremos por nuestro sistema planetario sin aspirar nunca al viaje interestelar.
Por último una respuesta más convincente e intermedia de las dos anteriores sostendría que, aparte de los obvios problemas económicos y políticos de finales del siglo pasado, en algunos campos de la ingeniería espacial se estaban alcanzando límites tecnológicos y no era posible mantener el ritmo de los sesenta. Esta respuesta permite la introducción de nuevas orientaciones tecnológicas compatibles con la Ciencia actual, sin descartar una hipotética revolución científica que abra la puerta de las estrellas.
Los ingenios espaciales de Clarke y Kubrick son simplemente recuerdos del futuro, aunque, para no repetir errores, conviene ser prudentes aventurando fechas concretas en las que se alcanzarán hitos concretos. Haciendo nuestras las reflexiones del líder de los pre-homínidos estimulados por el monolito, conocido por Moon-Watcher, y de David Bowman convertido en hijo de las estrellas, no estamos muy seguros de qué hacer a continuación, pero ya pensaremos en algo.
Miguel Angel Gómez Tierno es profesor titurlar del departamento de Vehículos Aeroespaciales de la Escuelta Técnica Superior de Ingenieros Aeronáuticos. Universidad Politénica de Madrid.
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