Hermosos mapas
Lo dijo con convicción, mirando de frente a la cámara: esto, lo que fuera, 'no puede pasar en el País Vasco, en España o en el Congo belga'. Era el 17 de febrero del año 2001 y quien lo dijo en los informativos de TV-3 era el señor Carlos Iturgáiz, presidente del Partido Popular en Euskadi. ¿El Congo belga? No era necesario recogerse, entornar los ojos, para que volvieran las imágenes del más indecible horror colonial. De repente, todo era evocado de nuevo, las cabezas clavadas en estacas, las barcas de gente negra mirando al complacido fotógrafo, el tren en la selva, como desfilando. Y con ellas también volvían, inapetecibles, trozos de película, elefantes corriendo, bosques en llamas, hombres blancos de amistosa presencia con ruidosos rifles. Y un rey innombrado que residía lejos, en Bélgica, al final del laberinto, detrás de una puerta de caoba con pomo dorado. Y un barco de guerra solitario que disparaba cañones, incansable, contra el continente africano.
¿Qué sería lo que no podía haber ocurrido ni en el Congo belga?, o ¿aún existe el Congo belga? Note el lector el orden extraño de la secuencia: Euskadi, España. Pero es el Congo belga el último estadio del proceso, aquel en donde es concebible que todo extremosamente ocurriera. O sea, esto que sólo pudiera ocurrir en el Congo Belga pasa también en Euskadi y en España. O quizá se trate de fases sucesivas de una progresión. En el principio fue Euskadi, la edad de piedra étnica, lo primigenio; después España, el estado civilizatorio, la libertad ciudadana, finalmente secular, sin rasgos singulares, desprovisto de pasado, sin lengua ninguna, y después, quizá inesperado, el Congo belga, el fin de la historia. Ocurre, sin embargo, que el Congo belga fue el infierno, el lugar del horror. Es poco probable, pues, que el señor Iturgáiz propusiera algún orden sucesorio, puesto que si bien se puede argüir que Euskadi conduce a España, España no puede terminar en el infierno.
A lo mejor se trata simplemente de una referencia, entre algunos consabida, desprovista ya de significado preciso; un Congo belga, pues, como alusión al absurdo, a un desorden no recomponible, sin apreciable lógica alguna. Pero entonces sobra, efectivamente, uno de los dos términos de comparación anteriores. En Euskadi pueden pasar cosas que sólo ocurren en el Congo belga. Pero ciertamente no en España. A no ser que se haya pensado que precisamente estas cosas ocurren en Euskadi como anterioridad a España. Es posible y complicado. Es también, bien mirado, una tontería. Pero hay tonterías complejas cuya explicación resulta laboriosa. Por supuesto, el Congo belga ya no existe como sujeto social preciso, pero en cambio permanece como categoría histórica del horror, de la atrocidad colonial más inmisericorde. ¿Cómo es posible no saberlo? ¿Qué lleva a un joven político a hacer uso deforme de una referencia tan singular? La torpeza no es una explicación apropiada. La ignorancia es tan significativa como el saber. Aunque no personalmente deliberada, la ignorancia es un complejo aprendizaje. Si no se puede comparar el conflicto -me apresuro a decir que no lo hay- de Euskadi con el del Ulster, la insinuación de que podría tratarse de un mismo orden de cosas que el del Congo belga es un desatino.
A fin de cuentas, esta bajeza intelectual puede, sin embargo, tener su causa, medio olvidada como un rumor de fondo para quien la comete, en los confusos comentarios que suscitó la extinción efectiva del Congo belga, hace medio siglo, con muertes innúmeras, diamantes robados, voladuras de avión y las fotos de Patrice Lumumba, tembloroso y descamisado, poco antes de su asesinato. Todo esto se llegó a cantar en España. '¿Qué pasa en el Congo? Que viene mondongo...' El infame éxito de la canción de Dodó Escolà es aún la medida del desprecio y la ignorancia atribuible no sólo a la larga victoria nacional de Franco, sino sobre todo a la impericia intelectual con que se trataron la colonización y la entonces reciente descolonización, ambas enormemente sangrientas. Ésta es la ignorancia recibida. Y supongo que éste es el contexto en donde situar la perfidia de mencionar el Congo belga como un colmo de la sinrazón. Pero el señor Iturgáiz no está solo en el empeño de malversación continua y sistemática de los significados y referentes historiográficos laboriosamente y no sin conflicto construidos. Nazismo, campos de exterminio, deportaciones, imposición lingüística son nociones manejadas con demasiada soltura, como con la mano en la cadera. Los efectos políticos buscados son inmediatamente reconocibles y por un tiempo gratificantes. Después, quizá, el horror. Pero no hay camino de vuelta. No se recupera a voluntad un léxico destruido como si después de la mutilación crecieran otra vez las carnes.
Pero antes del monstruoso final del Congo belga y de la canción de Dodó Escolà, los niños una vez al año, en las escuelas de monjas y curas, hacíamos fila para ser fotografiados. Con baberos limpios y el pelo alisado y fijo con gotas de limón éramos sentados, uno después de otro, en un ancho pupitre. A la derecha había un crucifijo de madera y latón, a la izquierda, una bola del mundo. En la mano llevábamos una pluma de tinta como si, prevenidamente, escribiésemos. Justo detrás, había colgado un gran mapa de España, con la herida de Portugal puesta en amarillo al lado. Las islas Baleares y las Canarias, en recuadros, uno encima del otro, a la derecha. La frontera con Francia, resueltamente marcada de color marrón. Lo demás eran todo provincias y, por debajo de ellas, protectorados y colonias: ahí estaban Argelia -enorme-, Marruecos, Cabo Jubi y el Congo, con reflejos verdes y dorados. Un hermoso mapa, fijo, ordenado, perpetuo. Allí estaban dibujados con vivos colores botines y guerras. El Congo belga, por decirlo así.
Miquel Barceló es catedrático de Historia Medieval de la Universidad A utónoma de Barcelona.
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