Argentina: ¿volver a empezar?
Si hubiera que resaltar uno, entre los principales problemas por los que atraviesa la Argentina en el último decenio, éste sería la perspectiva monocorde, de carácter macro, desde la que se afrontan los problemas económicos. Lo era ya en el 90 cuando Menem y Cavallo, recién llegados al poder, pretendieron situar a Argentina en el mapa económico del mundo occidental y ajustarse a los parámetros de funcionamiento vigentes en cualquier estado moderno. Lo consiguieron inicialmente, enterrando el devaluado austral, causa fundamental de la caída de Alfonsín y de su gobierno radical, a la vez que una ley de convertibilidad fijaba la paridad inalterable de la nueva moneda (el peso) en un dólar. La inflación se cortó de raíz y las expectativas de crecimiento de precios también. No cabe duda que, en aquel momento, fue una decisión acertada, a pesar de la considerable reducción del margen de maniobra que esta medida supuso para la política monetaria y cambiaria. La liberalización subsiguiente de los mercados, las privatizaciones, y el inicio de la configuración del Mercosur, culminaron un proceso en donde el omnipresente y burocratizado Estado, heredado de la tradición peronista, y sin rumbo tras la debacle económica impuesta por las sucesivas dictaduras, perdía progresivamente peso y liderazgo en el terreno económico.
El impacto inicial de todas estas medidas fue positivo, Argentina creció, a la vez que aumentaba la confianza de los inversores y prestamistas internacionales, que ahora acudían en masa confiando en la estabilidad macroeconómica, al fin conseguida, y en un gobierno fuerte, de corte populista, que tenía bajo control los sindicatos mayoritarios, herederos del peronismo. Como sucedió en España con los gobiernos socialistas, en Argentina sólo el peronismo se podía permitir el lujo de afrontar la liberalización económica pendiente.
Pero, también como en España, había problemas estructurales que la liberalización de los mercados y la estabilidad del horizonte macroeconómico, no podían resolver. En la nueva situación el principal foco de atención se dirigía ahora a la estructura productiva Las empresas debían mirar ahora más allá de sus fronteras y comparar costes y productividades, modernizarse y pensar en términos globales. El mercado interior, con ser todavía muy importante, no era ya la única referencia para ellas. Chile por el oeste y el gigante brasileño por el norte actuaban de referencia ineludible para unas empresas, pequeñas en su mayoría, cuyos parámetros competitivos debían redefinirse en el nuevo contexto.
Y aquí es donde Menem y Cavallo actuaron negligentemente, en mi opinión. La política industrial brilló por su ausencia desde el principio. Con secretarios de Industria, meros apéndices administrativos del todopoderoso ministro de Economía, y con presupuestos ridículos, los principales sectores y las empresas argentinas tuvieron que enfrentarse prácticamente solos a la nueva situación. Y, aunque en España los sucesivos ministros de Industria hicieron más o menos lo mismo que los argentinos, es decir, nada, aquí tuvimos la suerte de que la estabilización del marco macroeconómico, coincidiera con el renacimiento de unos gobiernos autonómicos muy activos, y bien dotados presupuestariamente, diseñando toda suerte de políticas, desde la industrial hasta la turística, pasando por la promoción del comercio exterior. Esto nos salvó, sin olvidar obviamente, la inmensa suerte de formar parte, geográfica y económicamente hablando, de un mercado de 350 millones de personas, con niveles de renta nada desdeñables.
No pudieron hacer lo mismo sus equivalentes las provincias argentinas. Maniatadas por las estrecheces presupuestarias y una visión excesivamente centralista en las cuestiones económicas, los gobiernos provinciales se dedicaron, esencialmente, a intentar solucionar los problemas más perentorios para la población. Sólo la provincia de Buenos Aires, que concentra la mayor parte del PIB argentino, pudo poner en marcha algunos tímidos instrumentos de apoyo al tejido productivo, como el Instituto de Desarrollo Empresarial Bonaerense (IDEB), bien diseñado y plagado de buenas intenciones, pero de escasísimo presupuesto comparado con cualquier región media de cualquier país de Europa. Puede decirse, sin temor a equivocarse demasiado, que la política territorial de apoyo a las empresas, cuando ha existido, ha venido, fundamentalmente, de la mano de algunos organismos internacionales muy activos en la zona, como el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) o la Comisión Europea.
Y bien, hoy Cavallo vuelve al gobierno, cuando se cumplen diez años de sus primeras medidas estabilizadoras. Pero el panorama ya no es el mismo. Ahora hay de todo, menos inflación, una recesión tan prolongada que se parece mucho a una depresión, un escasísimo margen de maniobra para la obtención de ingresos con nuevas privatizaciones, porque ya no queda nada que privatizar, y, en fin, unos mercados financieros internacionales reacios a revalidar su confianza en la marcha de su economía. Y, sin embargo Cavallo puede significar el inicio de la solución. Tiene personalidad, criterio, credibilidad internacional y buenas relaciones con la Administración de EE UU. Además, algunas cartas le quedan todavía: los niveles de deuda no son desmesurados, en relación al resto de Latinoamérica, el déficit presupuestario es abordable aún con dificultades, las reservas de divisas, razonables, una renta per cápita, cercana a los 8.000 dólares, de las más altas de la zona, una estabilidad y cohesión social muy por encima de la media y, sobre todo, un país con un inmenso potencial en recursos naturales y humanos.
Tan sólo resta esperar ahora que Cavallo, y de la Rúa, entiendan que, tras la eventual solución de la crisis a corto plazo, la principal batalla por librar en la economía argentina tiene que ver con la mejora de la competitividad real de las empresas argentinas. La modernización y promoción del tejido productivo argentino, es decir de su industria, su comercio y su turismo debe ser, desde ahora mismo, el principal objetivo de la nueva política económica. Si Cavallo quiere pasar a la historia, otra vez, sólo podrá hacerlo de la mano de un ambicioso plan de competitividad para las pequeñas y medianas empresas argentinas. Y si para ello necesita financiación no debería dudar en recurrir a aquellos organismos internacionales que hasta ahora, de manera tan callada y modesta, como eficaz, acumulan experiencia y saber hacer en tales menesteres.
Si esta vía, por el contrario, se descarta, me temo que, dentro de tres o cuatro años, habrá que volver a empezar, de nuevo.
Andrés García Reche es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Valencia.
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