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Rafael Canogar

El artista toledano, uno de los fundadores del grupo El Paso, que agitó la mediocridad del franquismo con el grito del informalismo, presenta en el Museo Reina Sofía 50 años de pintura.

Pasó del estudio sin calefacción de don Daniel a las catacumbas del arte abstracto, de los paisajes de Vázquez Díaz al primer núcleo madrileño de arte moderno. Rafael Canogar tenía entonces 15 años y hasta los 19 se formó en el estudio del maestro, en la calle María de Molina, de Madrid, ciudad que su padre, constructor, fijó después de la guerra, tras la infancia en Toledo. Sus compañeros eran Cristino de Vera y Agustín Ibarrola. Si Cristino de Vera dejó sus manos como modelo para un retrato del papa Pío XII, Canogar posó como banderillero y para hacer realidad el concepto clásico de taller llegó a comenzar algunos cuadros del maestro.

Eran los años cincuenta, con los libros de arte en la trastienda de escasas librerías, los nombres impronunciables de Picasso, Miró, Julio González, Gris, los viajes a París. En 1954 se forman tertulias en un café cantante de la Puerta del Sol; en la galería Fernando Fe, en el Teide, lugares barridos por la especulación inmobiliaria, donde se habla del arte moderno y la necesidad de cambiar las cosas. Canogar asiste a las clases con modelos del Círculo de Bellas Artes (conserva un millar de dibujos) y participa en la creación del grupo El Paso (1957-1959) con una primera exposición en la galería Buchholz, con Canogar, Feito, Francés, Millares, Rivera, Saura, Serrano y Suárez. Antonio Saura era el más eficaz: cuando acudieron a su casa para elegir el logotipo, el pintor les presentó un centenar de gestos y el resto sólo pudo seleccionar uno.

Canogar tiene hoy 65 años y el Museo Nacional Reina Sofía, de Madrid, le dedica una retrospectiva desde esta semana y hasta el 28 de mayo. En la fachada del edificio hay una reproducción de una obra con los colores negro y rojo. En la muestra hay dos paisajes de la época de Vázquez Díaz, inicio del montaje, que dan paso a las salas del informalismo y las figuras negras del realismo crítico. Canogar pasa después al rojo y al amarillo en una sucesión de abstracciones y figuraciones hasta llegar a los últimos cuadros de papel y color. Piezas últimas se pueden ver también en la exposición Reencuentro, tawassul, en el Círculo de Bellas Artes, de Madrid, y en la galería Juan Gris, donde experimenta con cristales rotos. Dentro de unos días se va a inaugurar una escultura, nueve metros de acero cortén, en una plaza de Alcorcón (Madrid).

Hasta hace pocos años, el pintor de negro utilizaba gafas ahumadas, como si estuviera disfrazado de sus personajes. Su imagen es la de un profesor de informática, incapaz de mancharse de tinta de bolígrafo, el lado opuesto del encanto y encantamiento de un Manolo Millares. Canogar sigue pensando que el negro es un color muy elegante, misterioso y profundo, que le sirve para una comunicación inmediata. Es el color de las pinturas de Goya, pero no lo identifica necesariamente con el tiempo tenebroso del franquismo. El informalismo era una pintura de combate, un gesto, un grito, que los de El Paso agitaron junto con otras iniciativas del Ateneo y el Museo de Arte Contemporáneo. Es una generación que tiene éxito en el extranjero, que exponen con frecuencia en países europeos y tienen contratos con galerías. Canogar vende 25 cuadros cada año a la galería L'Attico, de Roma. En una de sus exposiciones conoce a su primera mujer, la estadounidense Ann Jane Mckenzie, con la que se casa en 1960. Tienen cuatro hijos, entre ellos, el fotógrafo Daniel y el escultor Diego. El matrimonio se divorcia 30 años después. Viajes por Europa y un año como profesor en el Mills College de Oakland (California), en 1965, pero el mismo día que termina las clases se vuelve a Madrid.

Siempre pone por delante su independencia, incluso cuando se vio obligado a aceptar por unos meses el carné del Partido Socialisra Popular (PSP), de Tierno Galván, antes de su integración en el PSOE. No se plantea su condición de artista en la sociedad. Se formó en el antifranquismo y la conciencia política al mismo tiempo que se hacía artista y participaba en la creación de centros culturales, como el Círculo de Bellas Artes, de Madrid, donde la sala del bingo se convirtió en la actual sala de exposiciones. En los años ochenta montó una muestra sobre Miguel Hernández y colaboró con el PSOE y el ministro Solana en algunos proyectos, pero diciendo adiós en cuanto otras tareas le apartaban de sus herramientas de pintor.

El trabajo ha marcado su vida, desde que en sus comienzos pintaba un cuadro por la mañana y después lo raspaba para pintar uno nuevo. Ahora, el Reina Sofía cuelga una selección de 110 obras de sus diversas etapas, entre 2.500 cuadros y 250 ediciones gráficas. En estos días ha saludado a sus amigos y a infinidad de desconocidos y le ha afectado a su carácter solitario, retraído, aunque los nervios van por dentro y traslada la energía a sus obras.

El antiacadémico se dejó seducir hace cuatro años con el ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, ante la insistencia del arquitecto Antonio Fernández Alba, otro miembro de El Paso. Llevó ganas de hacer cosas, junto a otros académicos, para formar un núcleo duro por la renovación, con cambios en la programación de exposiciones y publicaciones, pero se topó con el 'no hay dinero'.

'Me gustaría esconderme', dice con frecuencia. Tuvo sus 15 minutos de gloria en los años setenta, con apariciciones en televisión y presencia en la vida cultural, y ahora se ha vuelto a mojar con las multitudes. Prefiere que hable la obra, como en esta antológica con la que se identifica, y cree que en estos 50 años no ha perdido el tiempo y tiene su lugar en el arte español. Ahora vuelve al anonimato, a sus varios estudios. Buscó casa en Toledo, pero la calle medía metro y medio. Su mujer, Pura Chaves, es sevillana y allí encuentra, en una casa del XVII, una isla de silencio.

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