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El desarraigo de la libertad

En el principio de todo estuvieron el huevo y la serpiente. En la triste y absorta madrugada del 24 de marzo de 1976 me tocó cubrir como periodista el ungimiento del prepotente general Antonio Domingo Bussi como gobernador de Tucumán, una de las provincias más convulsionadas de Argentina en esos momentos.

Bussi zarandeó al gobernador civil depuesto, Amado Juri; le prohibió que se despidiera de los periodistas que lo conocíamos; lo encerró con cinco personas más, durante varios días, en una habitación de cuatro por cuatro, y, por último, lo confinó durante años en una cárcel de presos comunes, donde Juri pasó el tiempo fabricando ladrillos.

El destino, como suele suceder pocas veces, fue justo. Juri -a quien los militares nunca le pudieron constatar ni un solo delito cometido como gobernador civil- sería veinte años después, ya muy anciano y en los umbrales de la muerte, el legislador que tumbó para siempre a Bussi cuando comprobó, en la Cámara de Diputados de la Nación, que el decrépito general había escondido dinero en cuentas secretas en Suiza y en Estados Unidos.

Poco después de ese marzo de hace 25 años, en la gris y marcial Buenos Aires de entonces, las redacciones de los diarios mostraban un vacío indescriptible, una deformidad imposible de explicar a primera vista. Pero era mucho lo que no estaba: faltaba toda una generación de periodistas, perdida por la muerte, el exilio o la desaparición. En esas redacciones, donde el temor había reemplazado a la imaginación, trabajaban personas ya mayores que descubrían con desconcierto que le habían negado un relevo natural; después de ellos veníamos nosotros, los muy jóvenes.

Yo tenía 25 años en 1976 y ya cargaba con el miedo como una constante de mi vida: la nefasta Triple A -una mezcla de militares, policías y civiles ultraderechistas que había aniquilado o mandado al exilio, antes del golpe de Estado, a muchos profesionales, intelectuales, periodistas y artistas- me incorporó a sus famosas listas de amenazados por mis coberturas periodísticas sobre los choques en Tucumán entre guerrilleros y represores.

Lejos de cualquier militancia, y hasta de cercanías políticas, había cometido el único delito que jamás se le perdona a un periodista: informar con palabras claras y precisas, sin meandros ni elipsis.

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Terror y solidaridad

El terror y la solidaridad me depositaron en Buenos Aires en 1976. Las palabras perdieron claridad y precisión. Había primero un problema legal, que era insalvable para la prensa. El régimen había conseguido dos cosas. Una: la Corte Suprema de Justicia (cuyos miembros habían sido designados por la propia dictadura) consagró como legales y legítimos todas las leyes, decretos, reglamentos y códigos del Gobierno militar y había colocado a la Constitución por debajo de esos opúsculos sin genio. La otra: una ley, que tenía semejante respaldo, prohibió a la prensa nacional la difusión de cualquier acto terrorista.

A veces, la chapucería conduce a la sinceridad: actos terroristas eran también, para esos militares, los secuestros de civiles desarmados mientras dormían en sus casas, que ellos mismos consumaban noche a noche.

La condena posible a los medios de prensa (en rigor, a los diarios, los únicos en manos privadas) podía incluir hasta su cierre. La sensación de asfixia llegó a tal extremo que el diario populista Crónica no soportó más y un día publicó un título en su portada que decía: "Encontraron muerto a un coronel en la puerta de su casa". Obvio: el coronel había sido asesinado por una célula extremista.

Con todo, las leyes no eran suficientes: el envarado y voluminoso general Albano Harguindeguy, ministro del Interior (lo más parecido a Hermann Goering que la Argentina pudo ofrecer al mundo) mandaba, de vez en cuando, vehículos policiales a las bocas de salida de las rotativas de los diarios. Los agentes policiales tenían órdenes de secuestrar los primeros diarios y enviárselos a él para que pudiera decidir, con su infinito absolutismo, la continuidad del proceso de impresión y distribución de los periódicos.

Ellos nunca bailaron solos. Otra circunstancia de enorme presión sobre los diarios fue siempre el séquito de empresarios y dirigentes obreros que rodeó, halagó y veneró al régimen militar, a cambio de enormes canonjías, para los hombres de negocios, o de la perpetuación de sus estructuras de poder, para los sindicalistas. El enorme poderío militar se juntaba, así, con el poder económico y con el poder sindical. Las válvulas para la prensa eran muy pocas.

Había algunas, sin embargo. Desde el comienzo del régimen me tocó, en la redacción del diario Clarín, hablar con las organizaciones de derechos humanos. Muchas veces eran conversaciones largas y ociosas, propias de impotentes sin remedio, pero en esos diálogos pude entablar fuertes y definitivos lazos con dirigentes como Nora Cortiñas, de las Madres de Plaza de Mayo, o Graciela Fernández Meijide, de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos.

Esta última se convirtió luego en una de las más destacadas dirigentes políticas del país. Me costaba luego asociarla con esa mujer que yo había conocido en 1976, poco después de que desapareciera para siempre, en una madrugada brutal e irrefutable, su hijo Pablo.

Discutíamos hasta cansarnos las palabras, los puntos y las comas de las declaraciones o las denuncias que el diario podía publicar. Una palabra de más o un párrafo de menos podía significar el fin de ellas, el mío o el del diario; pero nunca se dejaron de publicar algunas líneas al menos, por más insignificante que parezcan ahora, cuando todos podemos hablar de todo.

El régimen albergaba, como ocurre con los partidos hegemónicos, a su oficialismo y a su oposición. Había que ser un consumado decodificador para entender esa vida política hecha de gestos guerreros y de palabras belicosas, parabólicos siempre sin embargo, que escondían los amores y los odios internos de la dictadura. Poco era, no obstante, lo que podía explicarse desde el periodismo, porque los militares sólo le hablaban a los militares.

Los dirigentes civiles cultivaban la curiosidad, desesperados y ansiosos, a la pesca de la información reservada del régimen y los encuentros del periodismo con ellos se hacían, por lo general, en casas parvas o en bares de mala muerte. Raúl Alfonsín atendía en las oficinas prestadas de un estudio jurídico ajeno; Carlos Menem estuvo preso durante la mayor parte de la oscuridad dictatorial, deambulando entre provincias ardidas por el calor y la humedad, y Fernando de la Rúa era el único que se ganaba la vida en una oficina de abogados sin pretensiones.

Un periodista atraído por tales cosas podía adentrarse en la historia reciente de la política argentina y de sus hombres -y conocerlos a fondo- con sólo sentarse a hablar, en un tiempo que no tenía medidas ni límites, con esos dirigentes sin trabajo ni ocupación. Es mi caso: a muchos de ellos les debo parte de lo que sé.

Fue un régimen opaco, sinuoso, conducido por iletrados; nunca hubo un solo intelectual importante que le sirviera con constancia y a tiempo completo, aún cuando se han criticado las vecindades efímeras y epidérmicas de escritores como Ernesto Sábato o Jorge Luis Borges. La gente de a pie -y los notables también- se apuraba para sacar de sus bibliotecas a los libros incluidos en el Index del régimen; lo primero en ser barrido fue toda la literatura socialista y la psicología, pero la lista era muy grande.

Muchos de esos libros han sobrevivido, envueltos en plástico y enterrados en jardines donde crecían rosas cómplices. Una vez, en medio de la dictadura, el suplemento cultural del diario Clarín publicó un cuento de Julio Cortázar; era una historia de amores extraviados, sin la más mínima connotación política. El secretario de Comunicación era un general, Antonio Llamas, quien llamó por teléfono a la redacción para arengar con esta parrafada: "Nunca más un cuento de Cortázar en ese diario, porque ése es un subversivo".

Acción psicológica

Leyes y coches policiales parecían, todavía, poca cosa para asustar a los periodistas. Funcionó también la acción psicológica. El presidio de Jacobo Timerman fue usado con esos propósitos: la información que nos llegaba (después supimos que todo estaba hecho a propósito) daba cuenta de un hombre mutilado hasta lo inenarrable por las torturas. Timerman fue duramente torturado y no hay torturas buenas ni pequeñas, pero nunca sufrió las consecuencias físicas irreversibles (de las psíquicas tengo mis dudas) que se mencionaban, entre trascendidos de dudoso origen, en aquellos años.

Como lo acaba de constatar una investigación periodística (el libro El dictador, de María Seoane y Vicente Muleiro), Jorge Rafael Videla hacía las veces de jefe moderado del régimen, aunque nunca desconoció nada de lo que sucedía bajo su autoridad casi monárquica. El otro caudillo de la dictadura, el jefe de la Marina, Emilio Massera, tenía la sutileza de un carnicero. Aunque no es mi caso, sé que a muchos periodistas que no eran de su agrado les asestaba esta frase: "Cuidate. A vos te espera una zanja", que era el lugar donde iban a parar, muertos, los opositores.

La guerra fue un bloque sombrío y perpetuo; fue, también, otra herramienta para amordazar a los periodistas. Primero fue la supuesta guerra contra lo que ellos consideraban un ejército subversivo. No podía haber tal guerra entre un Ejército regular, abastecido y armado hasta los dientes, frente a grupos de partisanos que, aunque numerosos a veces, fueron siempre conducidos por jefes violentos y descerebrados, reincidentes en el error y arrogantes hasta la ceguera. De cualquier forma, ¿podía el Estado tomar los métodos de los insurgentes sin convertirse en otra banda armada?

La segunda guerra, a fines del año 1978, cuando terminaba ya la primera, fue el conflicto inminente con Chile por la disputa fronteriza en el Canal del Beagle, que el Papa Juan Pablo II logró detener en el instante final. Uno de los caudillos militares más famosos y sanguinarios de esa época, el general Luciano Benjamín Menéndez, dueño de vida y hacienda en el centro y el norte del país, justificó la bravuconada belicista con una frase escatológica: "Quiero mear en Santiago", dijo para explicar la urgencia de la guerra.

La tercera guerra fue real y sucedió en el fin del mundo, en las islas Malvinas, ocupadas por la mente pueblerina de esos generales que no habían conocido un combate en serio. Margaret Thatcher les mostró la guerra tal como es, les hizo morder el polvo de la derrota y con ello apuró, sin quererlo, la restauración democrática en Argentina.

La guerra les permitía encontrar una razón de ser y, de paso, presionar a los diarios y a los periodistas con los argumentos de la razón de Estado y de la defensa nacional. El general Ramón Camps, el mismo que había torturado a Timerman, fue designado, por motivos que pueden resultar demasiado explícitos, para la relación con la prensa durante la guerra con Gran Bretaña. Cuando entraba un periodista a sus oficinas, el general de rostro duro y pendenciero desenfundaba su revólver de la cartuchera y lo acomodaba lentamente sobre el escritorio, con el caño apuntando a su interlocutor. Nunca hubo diálogo, ni lo podía haber.

Pero el coraje no era mucho más grande que el que se necesita para encañonar a un periodista desarmado o para rendirse rápidamente ante la flota inglesa. Cuando comenzaron a llegar las fotografías de los fusilamientos sumarios de los generales del sha de Persia, a manos de la revolución teocrática del imán Jomeini, los generales argentinos se preocuparon para que no se publicaran en los diarios; temían que a algún argentino se le ocurriera, en algún momento del futuro incierto, emular ese funebrero ejemplo.

Proliferaban los secretos de Estado. El más ridículo de todos: los periodistas no podíamos saber nada de la ex presidenta Isabel Perón, ni de las características de su presidio ni de sus condiciones de vida. Se necesitaba mucha imaginación -o una homérica paranoia- para convertir en un peligro para el Estado a esa mujer elemental, superficial y frívola, que la posterior historia de la democracia borró de la Argentina y de la memoria los argentinos.

Salvo los genuflexos, que los hubo, o los que sinceramente creían en la rigidez política del militarismo, el resto de los periodistas no se salvó del exilio. Unos vivieron el exilio y el desarraigo del país; otros vivimos el exilio y el desarraigo de la libertad, que provoca, al fin y al cabo, la misma extrañeza.

Muchas veces me pregunté si valió la pena quedarse entre tanta sangre y en medio de tanta grisura. Creo que sí, porque el hecho de haber palpado el terror y el horror me permite ahora conocer y comprender mejor a mi contradictorio país. Valió la pena, además, aunque haya sido sólo para comprobar que pudimos hacer más y que, si lo hubiéramos hecho, quizás la sociedad argentina se habría ahorrado una parte, al menos, de su dolor. Sí: debimos hacer más".

Joaquín Morales Solá es columnista de La Nación

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