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Columna
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El hombre cuántico

Todo es relativo porque nada es inhumano. Ése es, más o menos, uno de los principios de la ciencia cuántica y significa que el tamaño, peso o volumen de un objeto nunca es exacto, porque también depende, en cierto modo, de quién lo mida o lo valore, hay que sumarle esas pequeñas cantidades de nosotros mismos que ponemos los seres humanos en cualquier cosa que hagamos. Esa teoría, entre otras muchas, se recordó y explicó en unas jornadas celebradas recientemente en el Museo Nacional de Ciencia y Tecnología, de Madrid, donde también se habló de la incertidumbre, ese líquido oscuro que hierve en el fondo de todos nuestros actos y que en el mundo, en parte invisible, de la mecánica cuántica está representada por la paradoja del Gato de Schrödinger: se meten en una caja una botella de veneno y a un gato y se prepara un mecanismo según el cual, si se produce la desintegración radactiva de cierto átomo, un martillo caerá sobre la botella, liberará el veneno y el gato morirá. La cuestión es que, durante un tiempo determinado, ese átomo tiene exactamente un 50% de posibilidades de desintegrarse y el 50% de posibilidades de no hacerlo, de forma que, sin abrir la caja, resulta imposible saber, durante ese tiempo, si el gato vive o está muerto.

En otra zona de la ciudad, casi coincidiendo con las jornadas del Museo Nacional de Ciencia y Tecnología, un técnico de los laboratorios de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense pretendía volver a casa después del trabajo cuando, de pronto, el ascensor que lo llevaba a tierra se detuvo. El hombre hizo sonar la alarma, pidió auxilio, quiso forzar la puerta, esperó en vano a que apareciesen los presuntos vigilantes jurados del edificio y, seguramente, miraría hacia lo alto, queriendo encontrar esa trampilla cuadrada que suelen tener los ascensores de las películas y por donde siempre se escapan Sean Connery y Bruce Willis. Pero la trampilla no estaba allí. Nunca lo está. Javier Jiménez, que así es como se llamaba el prisionero, que se quedó encerrado once horas en el ascensor, que estaba atascado entre dos plantas y, cuando se ponía de pie, lo dejaba partido por la mitad, lo convertía en un extraño ser anfibio, mitad hombre común y mitad habitante del subsuelo. La pregunta es: ¿conocería Javier Jiménez la ecuación del Gato de Schrödinger? ¿Llegó a calcular el peligro que corría en tantos por ciento? Quizá se acordase de aquella película terrible de La cabina, esa en la que José Luis López Vázquez se quedaba encerrado horas y horas en una cabina de teléfonos, pedía socorro sin que nadie le oyese y se desesperaba sin remedio, hasta que unos operarios lo llevaban a un almacén en donde se veía a otras personas atrapadas en las cabinas, cientos de ellas, algunas sentadas, como en trance, otras que se habían suicidado con el cable, y otras ya convertidas en esqueletos. Sigo pensando que era una película muy buena, puro Kafka.

Personalmente, nunca me han gustado los ascensores, siempre que puedo uso las escaleras, por muy alto que esté el piso al que voy. Hace años, viví una semana en el hotel Colón de Sevilla, donde se hospedaban algunos de los cantantes que intervenían en un concierto llamado Leyendas de la Guitarra: allí estaban Bob Dylan, Keith Richards, B. B. King, Les Paul y otras estrellas. Durante los dos días que estuve allí, me encontré cuatro o cinco veces con Keith Richards en la escalera: él siempre bajaba los escalones muy tieso, con un vaso de bourbon Jack Daniel's en la mano y un guardaespaldas delante, un tipo tan grande como una nevera y dos veces más helador. Uno de los días, el guitarrista de The Rolling Stones se puso a regañarme a voces, porque le habían enfadado un par de preguntas que acababa de hacerle en una conferencia de prensa. Luego, quizá para rebajar la tensión, me dijo: '¿Qué pasa, no te gustan los ascensores? A mí, tampoco. Ya sabes, no me fío de ellos. Los ascensores los carga el diablo'.

Estoy seguro de que Keith Richards tenía razón. Estoy seguro, también, de que a partir de ahora Javier Jiménez, hombre cuántico durante once horas, pensará del mismo modo. En lo que se refiere al Gato de Schrödinger, lo único que sé es que, pase lo que pase, hay que evitar cualquier acto susceptible de convertirnos en él. No te preguntes qué tanto por ciento de posibilidades hay de que el ascensor se detenga. Mejor pregunta dónde están las escaleras.

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