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Columna
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Pedigüeños

Madrid es una ciudad plagada de pedigüeños. Los hay por todas partes, y sus modos y formas de solicitar el óbolo son tan ricas y variadas que merecerían un estudio sociológico en profundidad. La más frecuente y tradicional es la que pretende motivar la dádiva provocando un sentimiento de pena. Así lo hacen quienes extienden su mano a los transeúntes con un gesto lastimero, relatan sus desgracias en un cartel o exhiben heridas, llagas o amputaciones diversas. Algunas son ciertas y evidentes, otras no tanto. Por el centro de la ciudad mendiga una anciana vestida de negro. Es una mujer menuda que se sienta en el suelo ocultando su cara tras un pañuelo igualmente oscuro. La imagen que transmite es la de una persona casi agonizante, alguien cuya existencia se encuentra en fase terminal. Con ese mismo aspecto la recuerdo desde hace más de quince años. Un día pasé junto a ella justo en el momento en el que daba por terminada la jornada laboral. Recogió la recaudación, se puso en pie y tras destapar la cara echó a andar calle abajo con la ligereza de piernas propia de un corricolari.

Posiblemente me equivoque, pero desde entonces la imagino durmiendo en la miseria sobre un colchón relleno de billetes. Estoy seguro de que no es el caso del joven que pide en el semáforo de la Castellana frente a la Ciudad Deportiva del Real Madrid. Su físico no engaña. Escuálido y desdentado, es la imagen viva de quien ha pasado por el infierno de la droga. La pena no es, sin embargo, el sentimiento que más induce a la gente a poner unas monedas en el bote que sostiene tembloroso entre sus manos. En su desgracia ese chico logra ser exquisitamente educado, nunca pone mala cara al que no accede a sus demandas e inspira una ternura a la que resulta difícil resistirse. Consigue, en definitiva, que quienes practican con él la caridad no se sientan idiotas.

Todo lo contrario de lo que suele ocurrir con las decenas de rumanos que nos abordan en la vía pública con Farola o sin ella. Nadie ha sabido explicarme todavía si existe alguna causa natural que produzca la cojera que aparentemente padecen la inmensa mayoría de ellos. Que yo sepa no existe en esa etnia ningún rito tribal ni epidemia alguna que dañe su aparato locomotor. Parece más que probable que, salvo excepciones muy puntuales, se trate de cojos fingidos. Lo mismo podría decir de aquéllos que se montan un tenderete de estampas y crucifijos para remover los bolsillos de los que van a la iglesia. Hasta los más devotos sienten ofendida su inteligencia ante la burda manipulación a que pretenden someter sus conciencias. Por ello quizá ha proliferado tanto en los últimos años un tipo de mendigo más sincero y honesto, con su punto de picardía pero a las claras. En esa línea está el macarrilla que dice lo de 'tírate el rollito y pásame una libra para el bocata de mortadela', o el que pregunta irónicamente si tenemos suelto para que nos ahorremos la excusa.

En cuestión de sorna el campeón es un individuo que pide en un callejón próximo a la plaza del Callao. 'Hoy mejor ni te pregunto si me vas a dar algo', comenta a los transeúntes habituales que le niegan su colaboración. Lo cierto es que algunos sonríen y pican. De capa caída se encuentran últimamente los que posan como estatuas. A los primeros mimos que aguantaban horas sin mover una pestaña les han salido tantos y tan inquietos imitadores que terminaron por devaluar la fórmula. En cambio sigue vigente, con desigual suerte, el empleo de la música para reclamar ayuda voluntaria. Un corto recorrido vespertino por Sol y las calles de Carmen y Preciados arruinaría al viandante que accediera a financiar cada concierto. La última y más sorprendente novedad en esa zona peatonal es un señor de mediana edad cuyo aspecto constituye la antítesis del mendigo. Impecablemente vestido con chaqueta de ante, pantalón bien planchado y zapatos italianos enchufa un radiocasete para cantar La donna é movile y otras piezas operísticas como un aunténtico tenor. Le va bien con la recaudación, aunque no se acerca ni de lejos a la caja que hace la señora del organillo que pulula también por allí. Con su aspecto anticuado y evocador del viejo Madrid castizo, esa dama, a la que nunca he visto sonreír, convierte cada vuelta de manivela en una troqueladora de monedas. Todo un prodigio en mercadotecnia que nadie ha sabido igualar hasta el momento. La calle exige mucha imaginación.

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