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El poder político y la Iglesia

Más de una vez he subrayado la dificultad que experimentamos los eclesiásticos, no sólo los obispos, en comunicarnos con esta nueva sociedad española democrática, politizada, pluralista y secularizada. Sucesos bien recientes han hecho más actual esta cuestión pendiente. Cada vez se hace más clara la necesidad de la teología política en el seno de la Iglesia. Es decir, aquel ejercicio a través del cual la comunidad católica ejerce la autocrítica acerca de sus actuaciones públicas y expulsa de ella misma criterios y comportamientos que suenan a electoralismo o partidismo. Esta función propia de la teología política parece por sí misma evidente.

En segundo lugar, habrá que insistir una vez más en el derecho y la conveniencia de que la Iglesia como tal formule juicios críticos sobre comportamientos y actuaciones de la comunidad política. Ahora resulta especialmente oportuno reflexionar sobre estas dificultades coyunturales en las que suelen chocar las diferentes formas de comunicación individual o colectiva de aquellos que hemos sido llamados a reavivar la presencia del Evangelio en la opinión pública. La ambigüedad con que es utilizado el término 'Iglesia' en la sociedad española causa ya por sí mismo espanto en cualquier mente medianamente conocedora de la eclesiología. Un católico no debe hablar de la Iglesia en tercera persona, ni generalizar bajo ese término conductas personales o hechos concretos. Tampoco los que le leen o escuchan deben identificar las opiniones privadas como si nacieran de la voz autorizada de toda la Iglesia. Estas reflexiones en voz alta pueden hacernos bien a todos.

Creo que a estas alturas podemos afirmar, sin discusión, la mutua autonomía de ambas potestades. En España, la Constitución manda que los poderes públicos mantengan relaciones de cooperación con las confesiones religiosas (artículo 16.3). Esa cooperación puede adoptar a veces la forma de crítica. Será bueno también que en determinados casos se denuncie la inconsistencia de dicha crítica, sin que esto sea motivo de escándalo. Las apologías incondicionales han perdido credibilidad.

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Pero aunque los principios de comunicación y cooperación no figuraran en la Constitución española, sobran argumentos, extraídos de la experiencia de las democracias europeas, aun de las de tradición más laica, para demostrar la necesidad de ese reconocimiento mutuo que han de mantener tanto la Iglesia como el Estado. Las fronteras entre el ámbito eclesial y el ámbito político, aunque se definan con facilidad en el plano teórico, en la práctica deben ser examinadas en cada caso y no acusar tan fácilmente de invasión de ámbitos, por neoconfesionalismo o por laicismo, como suele hacerse con precipitación en España, tan inclinada a la injerencia por pasados acontecimientos históricos.

Sin duda, éste es uno de los aspectos más graves del problema. El hombre que ha de ser evangelizado no es un ser abstracto, sino condicionado por las cuestiones sociales y económicas. La Iglesia dispone de instrumentos propios, como son los sacramentos, para elevar al hombre a la vida divina. Éstos son de carácter estrictamente religioso. Su utilización para una estrategia de partido sería un abuso manifiesto. Antes de mezclarse en posiciones partidistas existe un espacio amplio que algunos llaman 'prepolítico', aquel en el que se defienden los derechos humanos, y entre ellos, el principal de todos ellos, como es el de la vida. Aquí no puede existir oposición ni separación, sino complementariedad entre la acción de la comunidad política y la de la comunidad eclesial. Cada una a su manera, y según sus métodos propios, debe hacerse presente en la vida pública: la Iglesia no pretende otra cosa que contribuir a hacer más humana la comunidad de los hombres. Todo pronunciamiento de la Iglesia en la esfera pública es ya por sí mismo acción política. Y la hace en el sentido más alto y noble del término, buscando el bien general de la polis. Este comportamiento se distingue claramente de la práctica política que vulgarmente llamamos partidista.

Existen, además, una serie de instituciones, como la familia y la escuela, donde ambas potestades tienen intereses directos y propios. Laicos y católicos son igualmente ciudadanos: obispos y gobernantes tienen obligación de ponerse de acuerdo para que no se violenten los derechos de esos mismos ciudadanos. Este diálogo es absolutamente necesario, aunque no estuviera prescrito en la Constitución de 1978. Con frecuencia, el católico de a pie sufre una especie de estrabismo ante la diferencia, incluso oposición, entre las leyes del Estado y los preceptos de la Iglesia. También aquí es necesario el diálogo y educar al ciudadano sobre los límites de las leyes permisivas.

Esta comunicación no se circunscribe solamente a las negociaciones y pactos del Estado y la Iglesia. Todo lo que diga la Iglesia con repercusión pública llegará a la sociedad a través de los medios. De ahí la necesidad de mantener una conversación, a poder ser permanente, entre católicos y medios de comunicación social. Veamos algunos ejemplos de las dificultades más frecuentes.

En primer lugar hay que tener en cuenta la diferencia de lenguajes. El de los medios tiene a veces muy poco que ver con el utilizado por el que habla desde lo religioso. Términos como 'progresistas', 'reaccionarios', 'izquierdas' y 'derechas', que pusieron en uso los anticlericales clásicos, tienen hoy poco que ver con la realidad. Pudieron ser tópicos adecuados en momentos históricos muy diferentes. Hoy son, por lo menos, anacrónicos. Por otra parte, tampoco tiene sentido exigir al obispo que sea siempre un líder social en la acepción secular de la palabra o quejarse de que no se pronuncie a favor de un determinado proyecto partidista, aunque sea éticamente impecable, y al mismo tiempo decirle que se calle cuando critica una determinada norma aun antes de que llegue al debate parlamentario. El derecho de expresión de la Iglesia jerárquica es por sí mismo evidente, aunque resulte para muchos inoportuno.

Otra fuente de dificultades surge por la distancia cultural que con mucha frecuencia separa a los profesionales de la comunicación de los eclesiásticos. A veces se nota que hablan desde mundos distintos,con intenciones casi opuestas. Los eclesiásticos, cuando leemos lo que nos atribuyen, tendemos a hablar de 'manipulación'. Este juicio puede resultar a veces severo. Se produce una 'traducción' subjetiva realizada por el que tiene como única referencia a sus lectores y trata de ofrecerles primordialmente noticias, proposiciones que exciten su atención, sin que necesariamente llegue a reflejar la naturaleza propiamente religiosa de la cuestión tratada.

Esta forma secular de ver a la Iglesia puede, sin duda, ser injusta. Pero a nosotros, los eclesiásticos, nos será de gran utilidad mirarnos en este espejo que refleja la percepción de nuestro contexto social. Pablo VI nos advirtió claramente que 'la Iglesia se mueve en la historia y debe, pues, adaptarse a las circunstancias concretas de tiempo y lugar; debe buscar el modo de exponer las verdades de la fe en diferentes épocas y culturas, así como la manera de adaptar su actividad a las mutaciones que tienen lugar en el mundo' (Comunión y progreso, 1971). En este sentido, los creyentes podríamos dejarnos 'evangelizar', con algún provecho, por el mundo en el que vivimos. Este consejo no tiene nada de oportunismo. Ni entraña la desviación de verdades de la fe que pertenecen a la misma esencia de la Iglesia. Sencillamente creemos que el evangelizador debe conocer esas interpretaciones laicas que se hacen sobre las actuaciones eclesiásticas, tenerlas en cuenta y respetar a los que las sostienen, sin suspender ni debilitar la comunicación con ellos.

De la misma manera que no tendría sentido pedir a los creyentes que se comporten 'como si Dios no existiese', ya que la conciencia religiosa no puede reducirse a un mero hecho interior o privado, tampoco tiene sentido hablar de conflicto público o confesional cada vez que los católicos o los agnósticos se enfrentan democráticamente sobre cuestiones que, aunque en sí mismas no sean según la fe opinables, admiten un diálogo sobre su oportunidad o sobre los procedimientos para llevarlas a la práctica. La conciencia laica y la religiosa han sido llamadas a convivir y a encontrarse en la búsqueda conjunta del bien común del país.

José María Martín Patino es presidente de la Fundación Encuentro.

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