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A favor del individualismo

¿Es posible manifestarse contra las Fallas y no ser objeto de persecución? ¿Es posible deplorarlas y no suscitar escarnio u odios entre los conciudadanos? Hay personas que detestan su actual derrotero, que lamentan en lo que se han convertido, echando en falta aquellos tiempos en que la fiesta era efectivamente popular, una fiesta que satirizaba el poder y sus desarreglos; hay convecinos que añoran otra estética, más arriesgada y adulta, menos naïf y grosera; hay compatriotas que recuerdan la espontaneidad de las antiguas fiestas josefinas, aquellas en las que con cuatro apaños y avíos, con cuatro despojos y deshechos, se despachaban críticas y sarcasmos. ¿Pero es posible manifestarse contra estas Fallas y contra las antiguas, contra el modelo actual y contra el pasado? Si hay alguien que se atreva a ello, si hay alguien que sin más deteste la idea misma de celebración popular, será objeto de vilipendio, puesto que el común del vecindario lo verá como un aguafiestas, como un energúmeno, como un cenobita, como un misántropo o, más simplemente, como un avenado. En efecto -se nos dirá-, no hay peor chifladura que detestar las fiestas populares, justamente porque desde antiguo se toman como un sano esparcimiento, como un modo expansivo de congregar a la ciudadanía, como una manera de reunir el caserío y sus gentes; no hay peor botarate -se apostillará- que quien se empecina contra la mayoría. De lo que se trata -admitirán los contemporizadores y los reformistas- es de recuperar ese viejo sentido con que estaban adornadas tiempo atrás y que era su objeto y su propósito: el sarcasmo contra el poder, la diatriba que satirizaba los vicios de los fuertes y de los arrogantes.

La fiesta popular, como aprendimos de Mijail Bajtin, es inversión y sátira, es comedia y humor contra los poderosos, es aleación de lo carnal y lo espiritual, es celebración de lo material y de lo bajo. Los carnavales eran eso precisamente, un modo expresivo de invertir el orden de las cosas, una manera reglada y temporal de cambiar los valores, de introducir el caos y de arremeter contra las evidencias de quienes contaban, un medio de dar salida al silencio forzado y a la incomunicación. Cuando no menudeaban las formas de crítica y cuando el poder frenaba, censuraba, coartaba, perseguía, encarcelaba o ajusticiaba, la fiesta popular era el paréntesis de los excesos consentidos, era la excepción circunstancial, pero era también la alegría convivencial, la alegría de estar juntos, la proxemia vecinal y la cohabitación. Cuando a los individuos se les negaba el ejercicio de sus derechos, la masa ejercía la fuerza contra los poderosos y la risa sarcástica devolvía por un día la esperanza de que las cosas cambiaran efectivamente, de que se diera una inversión duradera de las cosas. Cuando el individualismo simplemente estaba prohibido y la expresión particular de los derechos no se concebía, el colectivismo satírico daba alianza y vigor a los débiles y a los menesterosos.

¿Qué ocurre en nuestros días? Hay entre los falleros gente moderada y sensata, gente que se explaya y que se solaza sin infligir daño y sin agredir. Pero hay otros, personajes temibles que viven agazapados durante el resto del tiempo y que como fieras irrumpen ahora, personajes que se arrogan el derecho al estruendo y al rugido, cuando nadie les niega el derecho a expresarse ordinariamente puesto que viven en sociedades permisivas. Es por eso que las fiestas populares son aquí y allá la excusa para que algunos brutos se ensañen con los débiles, para que muchos se arranquen la careta de la sociabilidad y de la cordura y se entreguen con desenfreno a un delirio colectivo, a la expresión colectiva del delirio, a un delirio que nadie les prohibiría si lo cultivaran en el secreto de su intimidad. Las fiestas no eran mejor antes, ni eran menos brutales: eran carnales, bárbaras y eran vandálicas, todo lo vandálicas que el poder toleraba o permitía. El vandalismo era la forma que los débiles se concedían para dar rienda suelta a lo que estaba reprimido, a lo que requería escape y alivio. En la sociedad actual, una sociedad permisiva -insisto- no necesitamos expresar lo que el poder nos niega o nos impide, no precisamos concentrar la energía satírica, porque ésta, la energía satírica, la podemos manifestar a través de numerosos medios y porque el propio poder censura cada vez menos.

¿Cuál es la consecuencia? La expresión vandálica y el colectivismo como formas de arrogante brutalidad, como modos de ahormar a los individuos o de expulsarlos, de ahuyentarlos, de aplacarlos. La incultura se adueña de las calles, el estruendo motorizado, el desenfreno ciclomotor, la jactancia de los brutos, y los responsables de las instituciones -la sede del orden y la civilidad- se resignan a tolerar el error y el horror populares, aceptando con demagogia lacayuna lo inevitable. Pero no crean que eso ocurre una vez al año, durante una semana en que se aventan sentimientos, odios y afectos; sucede cada quince días, cuando la ciudad es invadida por los hinchas más contumaces y su rugido futbolístico nos hace recordar el grito de primate, cuando los seguidores de este o de aquel equipo se adueñan de aceras y calzada, de parques y jardines con desenvoltura ante la tolerancia culpable de nuestra autoridades, resignadas también al colectivismo de la celebración popular y de la juerga expansiva. Uno de los hechos contemporáneos más sorprendentes -decía George Steiner, con ese tono apocalíptico que le aceptamos- es el asunto del 'ruido en la cultura y la educación modernas. La salpicadura del ruido, la imposibilidad de hallar espacios reservados al silencio, ya sea en la vida privada, en la vida pública o en la educación (...) me parece la más grave contaminación que conoce la cultura moderna. Para muchos seres humanos, la noche se ha tornado tan ruidosa como el día, y una habitación silenciosa un infierno y una tortura'. En la película El cielo abierto, de Miguel Albaladejo, el novelista Antonio Muñoz Molina tiene un pequeño papel, el papel de un neurótico que detesta la cultura del ocio y que acude al psiquiatra por presentar graves patologías, la paranoia de quien cree que el ruido y el jolgorio son resultado de una conspiración universal. En ese breve cameo, el escritor ironiza sobre sí mismo y bromea sobre lo que nos aflige. Pero, detrás de la sátira, está la verdad: la verdad de un estruendo organizado, la evidencia de un vandalismo periódico y concertado, la imposibilidad del silencio, la arrogancia del colectivismo, el aplastamiento del individualismo. Por favor, déjenme ser yo mismo y no me pidan que me disuelva en la masa ruidosa, no me obliguen a ser copartícipe de ese sentimiento oceánico. Me ahogo, simplemente.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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