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Columna
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Carabén y Solà-Morales, trazos de civilidad

Josep Ramoneda

Diría que el destino ha querido llevarse al mismo tiempo a Armand Carabén y a Ignasi Solà-Morales. Pero lo del destino es simplemente la expresión de la impotencia -o la falta de coraje- que tenemos para reconocer la abrumadora naturalidad de algo insoportable: la muerte. Porque la muerte nos desborda tenemos que encontrarle algún sentido. Y no lo tiene. Esta ahí, simplemente, cruel cada vez que llega porque todos somos cuerpo y el cuerpo se gasta y se para. A veces, inesperadamente. Y parece más ininteligible todavía. ¿Por qué?, nos preguntamos. Porque estamos hechos de un material que caduca (y no siempre avisa). Así de simple y duro. No sé siquiera si Armand Carabén e Ignasi de Solà-Morales se conocían. Aunque este país es tan pequeño que es difícil que no se conozcan las gentes que han circulado por las élites del poder, del saber y del dinero. No sé si se me hubiese ocurrido nunca ponerles juntos en un artículo. La muerte lo ha querido. Y, en la medida en que interviene sobre la memoria, puede que sea hacedora de sentido. Ahí están juntos a la hora de la despedida.

Armand Carabén era un liberal en un país con demasiados creyentes. Cuando todos creían en algo: en Franco, en la patria catalana, en el socialismo, en Dios o en la superioridad de clase, Carabén ya desconfiaba. A finales de la década de 1970, cuando eramos jóvenes y revolucionarios recuerdo haberle visitado con Juan Tapia en su despacho. Él estaba entonces con Pallach en un socialismo liberal que éste país ha echado mucho de menos. Era un señor inequívocamente antifranquista que miraba con comprensión solidaria pero con enorme prevención los entusiasmos izquierdistas del momento. Después Carabén fichó a Cruyff. Y esta figura -que le ha acompañado hasta el mismo día de su muerte- quedó incorporada a su biografía, tapando con su potencia mediática muchas otras cosas.

Probablemente la gente desconoce que Carabén fue una persona que estudió en el extranjero -en Ginebra- cuando en este país, cerrado a cal y canto por la dictadura, casi nadie estudiaba a fuera. O que Carabén ha estado en mil aventuras, con suerte dispar, en el espacio político-económico catalán. O que Armand era uno de los mejores conversadores que ha habido por estos pagos, formado en la tradición de la socarronería rural de Josep Pla y del escepticismo ilustrado de Joan Fuster. Muchas cosas entraron en este país -o se conservaron- gracias al gusto por la palabra de gentes como Armand, gentes que sabían que el mundo no se acababa en Cataluña y que teníamos muchas cosas que aprender de los países más ricos y más civilizados del norte. El gusto por la democracia y la civilidad, podría llamarse este género. Una visión nada épica de la sociedad que hizo que Armand se librara de los desencantos porque nunca estuvo encantado.

Sólo en un aspecto el país pudo con Carabén: se le contagió el pavoroso miedo a ofender y a discrepar públicamente que se ha encubierto con la coartada del seny. Armand Carabén escribía bien y sabía muchas cosas. No las contó, porque era un hombre de orden y porque se metió en historias difíciles de justificar. Por eso sus memorias resultaban algo frustrantes. Nos quedamos sin saberlo casi todo del Barça, de Javier de la Rosa o del episodio de El Observador, episodios de los que él sabía muchos de los secretos. Y prefirió guardárselos. Su causticidad pocas veces salía de los límites de la conversación privada. Cuestión de prudencia. Era su carácter.

Ignasi de Solà-Morales tiene también su Cruyff, en este caso el Liceo. Puede que la reconstrucción que él dirigió oculte otros aspectos mucho más importantes de su biografía. Y, sin embargo, Solà-Morales fue quien dio cuerpo teórico a la llamada Escuela de Arquitectura de Barcelona. Lo dio desde su cátedra. Lo dio desde la colección de libros teóricos de arquitectura que dirigió en Gustavo Gili. Y lo dio predicando por el mundo la buena nueva de la arquitectura barcelonesa y dándole un empaque culturalista que contribuyó poderosamente a su reconocimiento internacional. Solà-Morales era el barcelonés en el que todos pensaban a la hora de convocar congresos y coloquios de arquitectura, porque era el que sabía explicar mejor lo que aquí se hacía y situarlo en los códigos y tendencias de la arquitectura internacional. Sabía las grandezas y las miserias del star system de la arquitectura. Y supo tejer una red a la que pudieron engancharse muchos arquitectos barceloneses que gracias a él descubrieron y consolidaron un lugar en el mundo.

También en el interior fue un hombre de trama. O de puente si se prefiere. De vínculo entre generaciones. Solà-Morales tenía la curiosidad necesaria para entender que siempre quedaban cabos por atar, cosas por pensar, y que ninguna generación puede tener el monopolio de nada, ni siquiera de la arquitectura y del urbanismo. Fue él quien supo tejer vínculos entre la generación de Bohigas y la de los que ahora van por los cincuenta y era él el que ahora estaba repitiendo el ejercicio con los que van por los cuarenta. Una tarea imprescindible si no se quiere romper la continuidad de una de las tradiciones más potentes de la cultura del país: la arquitectura. Su infinita curiosidad hacía de él un viajero incansable. No es raro que haya encontrado la muerte fuera de casa. En cierto modo es una metáfora de su manera de entender las cosas. Un voluntarismo obsesivo por no perder nunca el mundo de vista y estar atento a los signos que vienen de fuera.

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