Zorrilla, invicto
El Valladolid aún no conoce la derrota en su estadio, un fortín en el que hace parecer flojos a los rivales más fuertes
Nadie gana esta temporada en Zorrilla. El Valencia, con suerte, se llevó un empate en un partido en el que a Cañizares le dieron pelotazos hasta el agotamiento. El Deportivo se marchó goleado y hundido. El Real Madrid sufrió un baile y sólo alcanzó la igualada en la fase en que era un rodillo. El Valladolid le debe a su estadio la tranquilidad con la que transita por la Liga. El Deportivo es el único conjunto que también puede presumir de imbatible en su terreno.
El Valladolid es un equipo forjado a base de futbolistas debutantes en la Primera División, pero mezclados con las gotas de veteranía que dan Eusebio y Caminero. Su técnico, Francisco Ferraro, como buen argentino, le ha dotado de un orden estricto desde la línea media hacia atrás. La defensa -Torres Gómez, García Calvo, Heinze y Marcos- ejerce de memoria y recibe el apoyo de Jesús desde el centro del campo, con lo que la textura del equipo es de piel de elefante. Así, no sólo no consiente goles, sino que los rivales apenas llegan a su área. El último sufridor fue el Zaragoza del renacido Esnaider, de Juanele... En hora y media sólo disparó a puerta de penalti y, para colmo, el balón se fue a la grada.
La portería es otra de las claves. Porque si algo le debe el Valladolid a Ferraro es la capacidad para recuperar a un guardameta, Bizarri, que aterrizó en Pucela con dos rémoras enormes: una, suplir a Cesar, santo y seña del cuadro y la afición en los últimos años; otra, desmentir a quienes le recordaban sus errores en la era Toshack del Madrid. Bizarri ha dado la razón a quienes le trajeron y a Ferraro, que le hizo titular.
El recorrido de los partidos del Valladolid en Zorrilla es siempre el mismo: se asienta en la defensa, no quiere el control de la pelota de manera apresurada y, poco a poco, comienza a empujar al adversario hacia su portería hasta que cae un gol. El equipo de Ferraro se desmelena entonces, al contrario le caen golpes por todas partes, los carrileros llegan en oleadas y el partido queda sentenciado. A partir de ahí los jugadores locales vuelven a su apariencia de piel de elefante y los visitantes se aburren de no encontrar ninguna vía. La virtud del Valladolid es que ningún contrario parece bueno ante él. Los mejores han ofrecido sus peores versiones.
El hecho diferencial del Valladolid lo encarnan Eusebio y Caminero, que, al final de sus carreras, están dando lo mejor que les queda en el club que les vio nacer. Eusebio es el elemento canalizador. Por él pasa todo el fútbol y ha terminado por hacer buenos a quienes con él conviven. Lo normal es que en otros estadios, donde el rival aprieta, no ejerza su liderazgo con la frescura con que lo hace en Zorrilla. A ese ejercicio de sabiduría le pone Caminero la guinda, porque el ex jugador del Atlético ha explotado una vez más. Se escapa por la banda como si tuviese 20 años.
Y no es que Zorrilla sea La Bombonera de Buenos Aires ni el Bernabéu de las noches europeas. En un estadio de 26.000 espectadores que, con suerte, reúne a 14.000. El graderío no es bullanguero y no hay grandes peñas más pendientes de sus cánticos que del juego. Es más, la grada es muy exigente y más de una vez los pitos tapan a las palmas. Es la contradicción de un equipo que ha hecho del factor campo una herramienta de trabajo habitual y que, paradójicamente resulta poco o nada efectivo en el ajeno.
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