La clase obrera
Estos autores, esta compañía, hicieron hace algún tiempo lo que llamaron primera parte de una trilogía sobre la juventud, Las manos: era el trabajo agrario miserable, la vida en el campo español, en tiempos de Franco. Tuvieron un éxito extraordinario, muy merecido, y realizan ahora la segunda parte, Imagina: la misma época larga, pero esta vez es la juventud de la clase obrera urbana. Seis jóvenes actores retratan en escenas breves, a veces brevísimas, unas vidas sometidas a un trabajo duro, mal remunerado, con encargados o capataces brutales y con padres y madres que vienen del sacrificio inmediatamente anterior pero que son quienes transportan rutinas, costumbres morales y, por lo tanto, caen también sobre esa juventud intermedia: entra la guerra civil y la democracia (o, al menos, hasta el asesinato de Carrero Blanco, evocado con un gracioso e inteligente juego de teatro. Más que el ambiente general, predominan la dureza del trabajo explotador, la situación de la mujer en el trabajo y con respecto al hombre y al padre, y la actitud de lucha clandestina, o de indiferencia y arranque de un cierto desengaño. Son buenos actores, cada uno hace varios papeles, dan credibilidad al extenso fresco. No logran evitar la monotonía, la reiteración. Las pequeñas historias individuales están sometidas a la idea general de la obra y no tienen atracción suficiente por sí mismas. Y toda la concepción de la obra está hecha con el paternalismo y la ironía con la que solemos ver a nuestros antepasados, como si fueran nuestros hijos en vez de nuestros padres. Los suyos, vamos. La situación del autor en una cronología inmediatamente superior no indica que esa superioridad sea de carácter, de inteligencia o de madurez.
No sé cómo explicarlo sin pasar un poco de vergüenza, pero la condición obrera era mejor en tiempo de Franco que ahora. Los franquistas no ignoraban que había una presión obrera comunista muy fuerte -en la obra queda ridiculizada: la jerga del marxismo suena muy mal después de su derrota y trabajaban un obrerismo captador, como pasaba en otros países del orden capitalista hasta por lo menos la caída del muro de Berlín. Existían unas leyes de trabajo superiores a las actuales, había poco paro -gracias en muchos momentos a la emigración de los obreros a Europa, pero también por la reindustrialización y los planes de estabilización; y por la nueva riqueza que aportó el turismo y abrió puestos de trabajo- y la magistratura del trabajo se inclinaba frecuentemente por el obrero. Insisto en que da vergüenza explicar que en la actualidad la condición obrera -no digamos la campesina: es peor, incluso sin contar con el nuevo decreto-ley de la semana pasada y el paro es más elevado-. Ha aumentado mucho la riqueza pero no su distribución. Quizá lo único que ha mejorado algo es la condición femenina; pero aún su desempleo es tres veces superior al del hombre. Y la cuestión sexual está lejos de resolverse para ninguno de los sexos. No hablemos de las supuestas utopías, o de la imaginación de un mundo mejor, que son los que tiñen de sonrisas tristes la acción: por lo menos, permitían una mejoría intelectual, un esfuerzo por la esperanza.
No son extemporáneas estas comparaciones, porque es un público joven y poco satisfecho el que contempla a aquellos antepasados y tiene la sensación de que todo ha ido hacia mejor. El fin de la esperanza -que puede que esté cambiando por algunas otras rebeliones o protestas- empeora la situación, y el paro y el trabajo clandestino e incierto.
Se aplaudió mucho, y mucho. La sala de la Cuarta Pared estaba el sábado con su aforo completo: si la mayoría era joven y femenina, como suele ocurrir -afortunadamente, en estos teatros llamados alternativos, que ahora están luchando por perder ese nombre y normalizarse-, había también personas mayores que podían haber sido personajes de aquella época.
Babelia
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