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Columna
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Pan con tomate

A mí no me parece mal que los inmigrantes conserven sus costumbres aquí, en Almería. Yo conservé las mías cuando lo fui, legal y de lujo, en los Estados Unidos. Regresaba todas las Navidades desde España a mi lugar de trabajo con trozos de jamón serrano escondidos en los zapatos para burlar los controles sanitarios de entrada; y pasaba ocultos entre la ropa de la maleta paquetes de café, botes de aceitunas rellenas y choricito del bueno. Durante siete años conservé intactas mis costumbres gastronómicas y los horarios de las comidas, consciente de que allí resultaban grotescos. Conocí a una chica catalana que se tomaba un café por la mañana, y resistía al más puro estilo español hasta las tres de la tarde, para poder luego almorzar a gusto escalibadas gigantes que ella misma preparaba, lentejas con panceta o enormes bocadillos de butifarra que la dejaban postrada hasta las seis de la tarde, la hora de la cena en la mayor parte de las casas estadounidenses. Si alguna vez tenía la mala fortuna de que alguien la invitara por la noche, ayunaba durante todo el día para cenar con apetito a la hora de la merienda.

Aunque no molestábamos a nadie, no sé si esta obstinada conservación de nuestros hábitos alimentarios, que nosotros practicábamos no porque fuéramos refractarios a la cultura anglosajona, sino por mantener un amarre cultural con nuestra tierra, hubiera sido aprobada por la mujer de Pujol en el caso de que su madre la hubiese parido en los Estados Unidos. Lo digo porque Marta Ferrusola ha hecho suya la tesis de Juan Enciso, alcalde de El Ejido, según la cual los conflictos entre moros y cristianos son provocados por la obstinada resistencia de los moros a convertirse en cristianos. Ferrusola además teme, como todos los paletos, que la aparición de nuevas costumbres adultere no sé qué esencia tradicional de su país. El viejo Heribert Barrera ha llamado a eso desaparición de la patria, un término demasiado trágico, pienso yo, para expresar lo que no es sino el discurrir natural del mundo o, si se quiere, la pérdida de poder del nacionalismo catalán.

Yo no veo mal que los inmigrantes conserven sus hábitos, y tampoco me parece malo que aparezcan nuevos usos que alteren las antiguas costumbres. No es que me suceda lo que a los futbolistas de la selección, que no sienten por lo visto sus colores, sino que me gustan más los colores mezclados, al contrario de lo que le ocurre al octogenario nazi de Cataluña, que ha conseguido con sus palabras que el alcalde de El Ejido parezca a su lado un cooperante del ACNUR. ¿Qué gano yo -se pregunta el anciano fascista- con un porcentaje tan alto de musulmanes? Como si la bondad o la maldad de las cosas dependiera de los beneficios que éstas le proporcionasen a él y a los suyos. No. El mestizaje de las razas y la hibridación de las costumbres existen, como la polinización, más allá de las alergias que provocan. Además, la mezcla siempre está en el origen de todas las purezas. La genuina tortilla española se hace con las papas que cultivaban los incas; y para el pa amb tomàquet se unta el tomatl azteca sobre las jugosas migas del pan de pagès. Y está buenísimo.

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