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HORAS GANADAS
Columna
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Una historia inmortal

Rafael Argullol

Hay libros de memorias a los que sobran páginas: unas decenas, unos centenares o simplemente todas. Muchos ceden a la tentación de escribir un perdurable monumento a sus vidas sin que en ellas haya nada medianamente memorable. Diarios y autobiografías constituyen, a menudo, una vida esencial donde no hay ni siquiera una vida accidental. Ejercicios de inmortalidad perfectamente prescindibles. Y aunque sus autores tienen, desde luego, todo el derecho a exhibir su vanidad, no por eso dejan de contribuir a la brutal inflación de la literatura memorialista.

Por eso son tan de agradecer algunos libros que actúan en sentido opuesto: libros a los que faltan páginas y que desearíamos leer a lo largo de más días. Curiosamente, en estos casos, la modestia suele acompañar a la evocación como si lo memorable fuera inversamente proporcional a lo vanidoso. Los reflejos de la fugacidad quedan registrados, paradójicamente, en un aire inmortal.

Memòries d'un cirugià (Barcelona, 2001), de Moisès Broggi, es uno de esos excepcionales ejemplos. Casi canónicamente: el autor pide disculpas al lector por la humildad de su vida, y por su temeridad al contarla, pero al mismo tiempo lo atrapa desde el primer capítulo con una historia, personal y colectiva, que se agiganta paso a paso hasta alcanzar medidas épicas. Al contrario que tantas memorias de literato, Broggi, que no lo es ni pretende serlo, ha conseguido una escritura convincente y hermosa en su eficacia narrativa. Sin artificio, sin vacuidad, sin la insoportable necedad de tantos saltimbanquis de sí mismos.

Un gran cirujano es asimismo un gran pensador del cuerpo y un narrador privilegiado de sus vicisitudes. Nadie está más íntimamente en contacto con el alma del hombre que quien secciona su piel, atraviesa su carne, visita sus entrañas: aquel que posee la experiencia de la vida mediante el almacenamiento constante de la experiencia de la muerte. Nadie está más cerca de la idea de salvación que quien destruye para restaurar. El cirujano, volcado hacia los espacios interiores, es, pienso, una de las máscaras del escritor; la otra, orientada hacia los espacios exteriores, es el viajero.

El libro de Moisès Broggi es una excelente demostración de este vínculo. El médico no quiere usurpar la vaporosa figura del literato al saber que, como cirujano, tiene un acceso directo al alma humana. El de Broggi es, por tanto, y hasta sus últimas consecuencias, un texto de cirujano en el que el bisturí escribe a través de la piel de una época.

Es también el texto de alguien que, sin autocomplacencia de ningún tipo, con extraña naturalidad, reconoce una coherencia secreta entre su vida y su tiempo. Desde el mirador de sus 90 años largos -casi el entero siglo XX- Broggi se contempla creciendo entre los ritmos y controversias que le son contemporáneos: una juventud alimentándose de las ilusiones de una sociedad que parecía destinada a grandes logros colectivos -luego truncados- y una madurez encauzada por la terrible prueba iniciática de la guerra.

La memoria de Broggi recupera, desde dentro, el sueño de lo que pudo ser y el sangriento aplazamiento de las esperanzas: páginas incisivas sobre la renovación intelectual de una Cataluña -la de los hermanos Trias i Pujol, la de Trueta, la de Bosch Gimpera, la de la Universidad Autónoma- que apuntaba hacia un equilibrio entre cosmopolitismo y autoestima. Vista desde hoy y desde el enanismo actual es imposible no leer estas páginas con el regusto amargo de la nostalgia.

La mirada estoica e ilustrada de Broggi se pasea con delicada firmeza sobre el paisaje de la Dictadura de Primo de Rivera y de la República. Pero no hay duda de que esta mirada da lo mejor de sí misma cuando penetra en el territorio áspero y terminal de la guerra civil. Este es, por así decirlo, el momento central de la vida que se nos relata: nada es igual tras este momento y nada debe serlo.

En consonancia con su implicación con la guerra -cirujano en el frente con las Brigadas Internacionales- Broggi rememora con intensidad y riqueza aquel mundo que vive al día, como si cada hora pudiera ser la última. Los capítulos dedicados a la guerra están tan repletos de episodios inolvidables que constituyen una lección sobre el tiempo y el acontecer: caben varias vidas en estos tres años.

Me quedo con dos de estos episodios, mortales, y, en su compañía, con una historia inmortal. Los dos episodios acaban en muerte y vienen presididos por dos personajes -irreales hasta que una guerra los hace realidad- que causan un indudable hechizo sobre Broggi. El primero es el comandante Georg Montague Nathan, un judío de origen humilde pero de aristocráticas maneras que, siempre elegantemente vestido con el uniforme del ejército británico, parece ganar las batallas con su sola e imperturbable presencia: morirá en la de Brunete. El segundo es un ruso, el capitán Katchewski, que Broggi nos presenta permanentemente a caballo, como un centauro solitario, y uniformado con ropas de la guardia zarista. El misterioso Katchewski se ilumina con la muerte: tras el desastre republicano el centauro se hace francotirador y durante dos días, antes de suicidarse, barre con una ametralladora el camino del ejército enemigo.

El protagonista de la historia inmortal no es ningún héroe guerrero, sino el propio Broggi, es decir, aquel joven cirujano, tan apasionado de su profesión como sensato, que vive cotidianamente la muerte y que lucha contra ella. Ningún pasaje tiene la grandeza que el que más espléndidamente refleja este combate: la invención, proyecto y puesta en marcha de los denominados Auto-Chir, los hospitales móviles impulsados por Broggi y sus compañeros que tanto contribuyeron -junto a los 'bancos de sangre' de Duran Jordà y a las innovaciones traumatológicas de Trueta- a la supervivencia de heridos en aquella guerra y en aquella otra, ya mundial, que se avecinaba.

Familiarizado con la muerte, Moisès Broggi apuesta siempre por la vida, tanto en la evocación del pasado como en la escritura del presente. Su estoicismo lo preserva del hundimiento en la misma medida que su curiosidad científica le excita la perseverancia. Como si todo pudiera ser visto con justicia desde los dos ángulos opuestos: lo que huye y lo eterno. Al igual que aquel rótulo bajo el cadáver embalsamado que en su juventud de estudiante de medicina le sorprendió tanto. Estaba escrito: aeternitas.

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