Cíngulos sueltos
Los obispos han declinado suscribir el Pacto Antiterrorista. Y de resultas, se ha levantado una tremolina considerable. ¿Ha sido la reacción excesiva, como sostiene monseñor Rouco? Conviene relajarse... y estudiar el problema desde sus distintos ángulos. Punto número uno: ¿por qué ha hecho la Iglesia lo que ha hecho? Se me ocurren dos razones, ninguna de ellas demasiado recóndita. En primer lugar, en la Conferencia existen obispos nacionalistas, y los prelados no quieren que se les alborote demasiado el patio. Aparte de esto, es característico de la Iglesia no identificarse más allá de lo imprescindible con las partes o facciones que se disputan el poder en este valle de lágrimas. Su actitud, conocida en teoría de juegos como minimax, o estrategia de minimización de riesgos, consiste en no vincular la propia suerte a lo que determine el bombo de la lotería política. En el País Vasco podría ocurrir cualquier cosa, sin excluir una negociación mediada por la propia Iglesia. De modo que la última ha preferido retraerse, y aguardar todavía un rato. Los argumentos pastorales, y la realpolitik institucional, se confunden de modo inextricable. Una Iglesia que hubiera apostado por uno de los colores en liza estaría en mala situación para poner paz en su momento. En este sentido, comprendo que la Conferencia no haya suscrito el Pacto. Ahora bien, el asunto no concluye aquí.
La opinión no se ha encrespado sólo por la actitud abstencionista de los obispos. Su enfado se explica igualmente, o aún más, por un extremo que se remonta, por así decirlo, al año cero. Me refiero a la tensión permanente entre la extraordinaria ambición moral de la Iglesia y sus humanísimos enjuagues de tejas abajo. He afirmado, hace un momento, que la Iglesia ha solido seguir líneas de riesgo mínimo. Y la historia lo ratifica. Firmó un concordato con Hitler, como antes había intentado hacerlo con Lenin y Trotski. Ello no significa, sin embargo, que no haya echado el resto cuando la beligerancia abierta constituía, desde su punto de vista, la opción más racional. Lo ratifica otra vez la historia: durante nuestra Guerra Civil, se empeñó sin reservas. Y el Papa lo ha hecho también, hace dos décadas, en su Polonia natal. Cabe discutir si estas decisiones fueron acertadas o no. Lo que no cabe discutir es que fueron decisiones políticas. Por consiguiente, la pretensión de estar ocupando un plano tan elevado, tan sidéreo, que los rumores de la batalla mundana se pierden en los abismos, es poco convincente.
Para los creyentes, esto integra una evidencia dolorosa. Para quienes no somos creyentes, representa la consecuencia de un conflicto inevitable. El estilita en su columna no necesita transigir con nada ni con nadie. Pero una de las dos patas de la Iglesia se apoya en la tierra, y la tierra es deleznable y fangosa. En su lecho blando nos entrampamos todos, clérigos y no clérigos. El quid no reside, por tanto, en saber si la Iglesia podría haber estado a la altura de su magisterio teórico. Por definición, nunca lo estará. Lo interesante consiste en comprobar si se ha conducido con el decoro e inteligencia que le permitían las circunstancias. Y me parece que la Iglesia, en este caso, podría haberlo hecho mejor. ¿Por qué?
Porque, entre adherirse a un pacto político cuya aprobación nadie debería haberle pedido, y suscitar la impresión de una cautela cicatera, existe una distancia enorme. Eran posibles posiciones intermedias. Por ejemplo, la reflejada en el documento de los curas vizcaínos. En él se manifestaba una solidaridad clara, moralmente inconfundible, con las víctimas. Y si bien las consecuencias objetivas del documento podían ser lesivas para los partidos nacionalistas, el documento, en sí mismo, no suponía alineamiento alguno con una formación concreta. Esa llamarada fue sofocada luego por los prelados vascos, o mejor, velada por una apelación confusa a la culpa colectiva que no se entiende bien, o sólo cabe entender, de nuevo, en términos políticos.
Dios es ubicuo, pero el César también, y la raya que los divide, sutil e intermitente. Oiremos otros pronunciamientos de la Iglesia, no por fuerza congruentes con el que acaba de producirse.
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