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Tribuna:SECTOR ELÉCTRICO
Tribuna
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Paisaje en la batalla

El panorama que se le presenta al sector eléctrico español después de la frustrada fusión de Endesa e Iberdrola es desolador. Queda la constatación del fracaso de la liberalización eléctrica por su incapacidad para generar competencia efectiva; la erosión de la autoridad y credibilidad de la Comisión Nacional de la Energía (CNE); el escaso protagonismo del Tribunal de Defensa de la Competencia (TDC); una regulación sectorial y de la competencia sumida en la incertidumbre, al pairo de la discrecionalidad del Gobierno, o el levantamiento de la veda de las empresas eléctricas españolas, acosadas por empresas foráneas. La sensación de provisionalidad y de desgobierno se ha apoderado del sector energético.

El problema básico es no tener un modelo de sector energético que oriente los desarrollos regulatorios y la estructura industrial -

El reconocimiento de la ausencia de competencia en el mercado eléctrico constituye quizá una nota positiva que, aunque deja en evidencia la 'liberalización' impulsada por el Gobierno desde 1996, permite albergar alguna esperanza de cambio de rumbo en la política energética.

Por el camino ha quedado mancillada la credibilidad de la CNE, que, en todo un ejercicio de incoherencia, emitió una opinión favorable a la fusión y dedicó, sin embargo, el resto de su informe a explicar detalladamente, con un portentoso cruce de votos a favor y en contra prácticamente en cada párrafo, las razones por las que su opinión debiera haber sido contraria.

Por su parte, el TDC, que emitió un informe más coherente, negaba la oportunidad de la operación para a continuación, a pesar de desconocer elementos fundamentales de la misma (el plan de cesión de activos presentado por las compañías era ambiguo), compensar esas carencias de información con la imposición de unas duras condiciones, de muy diversa justificación, y ha terminado siendo finalmente desautorizado por el Gobierno.

En los últimos años hemos venido asistiendo a fijaciones arbitrarias de tarifas o de retribuciones por garantía de potencia sin metodología conocida para su determinación; al establecimiento de ayudas de transición a la competencia condicionadas en cierta medida al funcionamiento del mercado de generación, aunque más explicadas por una negociación Gobierno-compañías que por una metodología justificada, y poco después, a su modificación para convertirlas en un derecho de las empresas a cobrar una cantidad fija de forma incondicional.

Pero ahora se ha alcanzado el éxtasis de la discrecionalidad. Se rebajan las condiciones del TDC y se aplican unos criterios a la operación Endesa-Iberdrola diferentes de los establecidos en el tratamiento de la operación Fenosa-Cantábrico sólo unos pocos meses antes. Se introduce una modificación sustantiva de la legislación de competencia, mediante el Real Decreto 2/2001, en el tratamiento de un expediente concreto de fusión. Se aprovecha ese mismo expediente para realizar una segunda modificación de los costes de transición a la competencia que, sorpresa, nos devuelve a la metodología inicial. Se decide un nuevo tratamiento para las plusvalías de las desinversiones en centrales de generación, creado ad hoc para la operación en cuestión, con un sorprendente tratamiento discriminatorio para las empresas implicadas en la fusión respecto del aplicable a otras empresas del sector. Se esgrime el veto a algunos potenciales compradores de empresas españolas por la participación del sector público en su capital, para inmediatamente matizar que algunas participaciones públicas pueden ser menos públicas que otras, según le parezca al Gobierno.

Se está revelando con toda su crudeza el problema básico: no tener un modelo de sector energético que oriente los desarrollos regulatorios e incluso la estructura industrial. El Gobierno se ha movido con espasmódica y desconcertante facilidad entre una orientación anglosajona (alta competencia, exigente segregación de negocios, libertad de contratación, dificultades para la concentración, libertad de compraventa empresarial, poderes para un regulador independiente...) y una orientación continental (formación de un campeón nacional a la espera de que llegue el prometido mercado único europeo, integración vertical, concentración horizontal, múltiples mecanismos remuneradores en manos del Gobierno, regulador dependiente del Gobierno).

Todo modelo presenta ventajas e inconvenientes. El modelo anglosajón puede implicar la desnacionalización del sector y una mayor atomización, pero los precios energéticos en España pueden acercarse bastante a su coste marginal, lo que es de mucho interés para la industria y los consumidores. El modelo continental tiene el riesgo de que el fortalecimiento del campeón nacional se realice a costa del consumidor, y que con ello sólo se consiga retrasar la desnacionalización, si bien no hay que despreciar que una correcta expansión exterior puede traer ventajas adicionales a las que obtienen los accionistas. Pero tiene que haber una coherencia entre el modelo regulatorio y la estructura industrial.

La falta de modelo y de criterio en materia energética (no hay voluntad, ni mecanismos, ni instituciones que lo posibiliten) nos ha llevado a desarrollos regulatorios espasmódicos e impredecibles, que no se agotan en los ejemplos recientes mencionados, y que prometen nuevos episodios para los que hemos perdido la capacidad de sorpresa. Lo único es el deseo del Gobierno de retener la capacidad para decidir discrecionalmente sobre el futuro de las empresas.

Las reglas deben evolucionar porque lo hace la realidad, pero esta evolución debe ser predecible, y el proceso, abierto y transparente. Las reglas del campeonato de fútbol cambian con el tiempo, pero nadie duda de que siempre buscan el máximo nivel de competencia en los partidos que juegan los equipos; nunca lo hacen a la mitad de una Liga, y mucho menos a la mitad de un partido, y no se diseñan para un club o un partido reglas diferentes de las que se aplican a los demás. Desgraciadamente, hoy no se puede decir lo mismo de la energía.

Luis Atienza y Javier de Quinto son, respectivamente, economista y profesor de la Universidad de San Pablo-CEU.

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