'OPERACIÓN VOLADURA'
Un grupo de militares españoles diseñó un plan para volar el Parador de El Aaiún donde se alojaban los dignatarios marroquíes encargados del traspaso del Sáhara occidental, en 1975; un atentado que podría haber cambido el curso de aquellos acontecimientos.
Pepe El Boli era un tipo fantástico. Pertenecía a la estirpe de los aventureros y regentaba, con éxito, un local de usos múltiples en El Aaiún. El Oasis era un poco de todo: lugar de encuentro, burdel, restaurante de ocasión, sede de tremendas timbas de póquer, bingo... Recuerdo bien las ocurrentes y procaces rimas con las que las suripantas respondían, a coro, el anuncio de los números de las bolas loteras. ¡Siete...! ¡Veintiocho...! ¡Treinta y cinco...! La dotación femenina de El Oasis estaba sometida, como casi todo en aquellos meses finales de la presencia española en el Sáhara, a control militar. Un oficial, a quien todos identificábamos como comandante Panta (por su parecido con uno de los personajes de la novela Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa), que había formado parte de la exigua representación castrense española en la guerra de Vietnam, se ocupaba regularmente de la labor de reposición de las carnales servidoras. Pepe El Boli, cuidadoso en todo momento de aquellas chicas, alimentaba un sueño imposible: regresar pronto a su Andalucía del alma y colocar en Despeñaperros una verja muy grande, custodiada por un guardián cuya única misión consistiría en impedir sin miramientos la entrada de todo aquel que expresara el menor deseo de trabajar.
El Oasis era también un centro de conspiración, aunque de segunda clase. Allí desahogaba sus frustraciones la variada tropa residente en la zona. Para los rangos más altos, los sitios preferidos de cabildeo eran, por este orden, el Casino Militar y el Parador Nacional. En los tres era fácil detectar la enorme indignación producida por los Pactos de Madrid, considerados por la mayoría de los jefes y oficiales con mando en el Sáhara una ominosa claudicación de España ante la presión marroquí de la Marcha Verde. Ese estado de ánimo era el producto final de una serie de imposiciones emanadas desde el Gobierno de Carlos Arias Navarro, cuyo efecto sobre la dignidad profesional, y aun patriótica, de los mandos militares era altamente pernicioso. Obligados a sembrar de falsas minas amplias zonas colindantes con territorio marroquí; forzados a aceptar un absurdo concepto de frontreras estratégicas para retrasar sus posiciones y permitir que los integrantes de la Marcha Verde cumplieran la orden de Hassan II de pisar tierra saharaui; desplegadas de forma espectacular las unidades de la ATP 12, con sus obuses apuntando a Marruecos, aunque con munición menos que escasa... muchos militares consideraban que estaban siendo utilizados por el poder político para una componenda que no era otra cosa que puro entreguismo.
Con toda seguridad, en alguno de los tres centros conspirativos citados se fraguó un plan, a todas luces subversivo, que, de tener el desenlace previsto, podría haber cambiado el curso de aquellos acontecimientos. Del episodio, poco conocido hasta ahora, fue testigo, e incluso partícipe involuntario, este cronista, destacado en el Sáhara por el diario Informaciones para cubrir aquel tormentoso proceso de descolonización.
El desencadenante fue, sin duda, la arrogante presencia en El Aaiún de decenas de altos funcionarios marroquíes y mauritanos llegados a la ciudad para hacerse cargo de la administración del territorio. La convivencia entre estos delegados y los guerreros que tan sólo unos días antes habían estado dispuestos a arrasarlos con sus cañones autopropulsados era imposible la ofensiva y los incidentes menudeaban. En este caldo de cultivo arraigó la idea, ignoro por cuántos secundada, de mostrar de manera contundente a Madrid y a Rabat el grado de indignación de buena parte del estamento militar español.
El plan consistía en volar el Parador Nacional de El Aaiún, donde se alojaban los dignatarios marroquíes y mauritanos encargados de la transición. Ricardo Ramos, creo que entonces comandante, segundo en el mando de la ATP 12, a cuyo frente estaba el que luego sería tristemente célebre el golpista coronel San Martín, tomó a su cargo la operación. Amparado en cierta proximidad amistosa, Ramos, conocedor de mi calidad de huésped del Parador, me contó que era cosa decidida el atentado. Aquel aguerrido artillero me había pedido en varias ocasiones, semanas atrás, que le cediera mi cuarto para lo que yo entendí, con la malicia propia del caso, como alguna aventura amorosa. No era tal. Se trataba de examinar, desde dentro, el escenario de la acción. Cuando el guión estuvo escrito, Ramos y el sargento artificiero Fabregat me hicieron saber que habían elegido mi habitación, la número 11, primera planta, para situar una de las cargas explosivas, cuyo efecto sería completado con otras que colocarían en la batería de bombonas de butano ubicadas en un patio del Parador, lindante con las cocinas. Además de expropiar lo que había sido mi vivienda durante los últimos seis meses, Ramos me enjaretó la tarea de alertar a mi amigo Antonio Embiz, director del hotel, para que éste tomara las precauciones oportunas y evitar daños a los españoles y sus bienes a alojados o trabajadores en el establecimiento. Con el aturdimiento propio del caso y una cierta sensación de habernos metido de la manera más idiota en un asunto muy complicado, se cumplieron discretamente las instrucciones y todos sacamos del Parador pertenencias y pertrechos.
Tengo dudas sobre la fecha exacta fijada para la voladura, pero no pudo ser en ningún día lejano al 20 de noviembre de 1975. Digo esto porque, con la desazón que me producía el asunto, viajé a Madrid para informar a mi director, Jesús de la Serna, sobre el tema, recibir instrucciones y, si era posible, algún consejo. Volé desde Las Palmas el 18 de noviembre; al día siguiente me recibió De la Serna, y por la tarde, descargada mi conciencia y serenado el ánimo, me fui a La Paz, donde agonizaba Franco. Recuerdo vívidamente que allí vi a tres colegas y amigos ya desaparecidos, Manolo Alcalá, José Luis Aguado y Alfonso Sánchez, y a mi paisana Marisa Flórez, quienes me informaron de que la vida del jefe del Estado no se prolongaría más allá de unas horas. Aguado tenía una hija enfermera en la planta del caudillo y su información era exacta. Esa madrugada, que pasé en el viejo edificio de la calle San Roque junto a José Luis Martín Prieto, a quien desperté de su sueño en algún sofá de los despachos de dirección, y del teletipista, no recuerdo si Carlos Prieto o Juan Tortosa, en efecto, murió Franco.
Al día siguiente regresé al Sáhara, ciertamente extrañado de no haber tenido ninguna noticia espectacular fechada en El Aaiún. Cuando llegué, me informaron de que, descubierta la conjura, habían obligado a Ramos y a Fabregat a desmontar el entramado. Me refirieron con algún detalle cómo un comandante de la Policía Territorial, (estoy casi seguro de que se apellidaba Labajos) y el propio Ramos habían sostenido al amanecer una tensísima reunión en uno de los patios interiores del Parador. Kaíto, como se conocía cariñosamente al artillero, se negaba a desactivar los explosivos y prometía a Labajos una muerte segura para ambos si no se marchaban de allí de inmediato. No he podido averiguar nunca las razones exactas que utilizó el enviado para convencer a Ramos. El caso es que se evitó la voladura. Las cargas fueron explosionadas aquella misma mañana en el cauce seco de la Saguia y la detonación se oyó en todo el contorno. Ramos y Fabregat quedaron bajo arresto y pocos días después fueron trasladados a la Península, donde, sin mucho ruido, creo que pasaron algunos meses en un castillo.
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