Huele a quemado
En la vida de las personas, el impacto emocional no siempre se produce en el contexto más previsible (entre almohadas compartidas, en una trichera o con el coche a gran velocidad zizagueando a un peatón despistado). El impacto emocional puede asaltarle a uno en el contexto más anodino. En el epílogo de una charla matinal que la esposa del presidente está dando a un público mayoritariamente femenino y de la tercera edad. De repente, el visceral desprecio que destilan sus comentarios sobre la inmigración petrifican el alma de los periodistas y excitan los ánimos de risueñas ancianas. Como el lector de este diario sabrá, yo estaba allí. Ya todo está dicho y sería redundante volver a las palabras. Sin embargo, algo me impulsa a regresar a la escena (y perdonen el sesgo subjetivo del artículo). ¿Qué hacía un tipo como yo en un sitio como aquél? Buscaba anécdotas más o menos curiosas o inocentes para una parodia de las antiguas crónicas de sociedad. Nunca había visto actuar en directo a nuestra primera dama. Y cuando me llegó la publicidad del acto pensé en los tópicos, ya enmohecidos, de sus primeros años. 'Això és una dona!' -¿recuerdan?-. Más allá de los tópicos y de su posible parodia, me interrogaba también por el perfil interior de esta mujer. En esta larga despedida de tres años, en este anunciado otoño del marido patriarca, ¿hasta qué punto -me pregunté- destilará indicios de un giro melancólico o elegíaco? La decepción fue, en este sentido, completa. Durante la charla, dejando a un lado las constantes, aunque ya tópicas, alusiones al enemigo exterior ('todas las baterías apuntan a Cataluña'), tuve la sensación de estar ante una mujer menos compleja de lo que había imaginado. No destiló más que trivialidades familiares e ideológicas.
Permítanme un excurso. Yo nunca he menospreciado al marido de esta señora. Al contrario, ya en los primeros tiempos de su presidencia, cuando periodistas, escritores y universitarios disfrutaban de lo lindo caricaturizándole, yo lo consideraba un político, si bien alejado de mi sensiblidad, poderosamente armado de mañas y destrezas. Lo más característico de su personalidad es la fortaleza mental. Su obstinación, que siempre me ha maravillado. Su impermeabilidad, su capacidad de nadar a contracorriente, rodeado, si cabe, de un potentísimo coro mediático discrepante. Pujol tiene esta piel de paquidermo, impenetrable, que le ha permitido, junto a Fraga y Arzalluz, ser uno de los últimos supervivientes de la transición. El campeón más veterano. Ahí estaba hace 20 años, cuando este arcaico Tejero que nos parece ahora como salido del paleolítico casi nos provoca un infarto. Y aquí está Pujol, en pleno aznarismo, sobre las cenizas de Carrillo, Suárez, Felipe, Anguita, Garaicoechea, Obiols y compañía, sobreviviendo con gran tranquilidad gracias a los votos que el mismo enemigo (el que apunta, al parecer, contra Cataluña todas sus baterías) le tiende en confortable puente de plata. Supongo que para ser un político duradero y exitoso hay que tener una gran facilidad para la sordera. Sucede, sin embargo, que la sordera y el empecinamiento, claves de su éxito electoral, son a la vez causa de su pobreza gubernamental. La sordera le ha impedido comprender la complejidad que contiene la Cataluña que ha gobernado durante tantos años. Y le ha impedido aprovechar su variada riqueza humana. La pregunta ¿puede un político sobrevivir sin sordera? debe complementarse con la contraria: ¿qué aporta un político sordo más allá de su triunfo?
Uno espera de la esposa de un tipo así que sea también una mujer de temperamento. Y lo es, pero a la manera de una caricatura. El otro día, antes de perder en público su sensibilidad humanitaria, lo que más me sorprendió fue la escasa enjundia de sus palabras: insípidas y de imprecisa sintaxis. Parecía no darse cuenta, sin embargo, de sus vistosas limitaciones expresivas. Era un oxímoron, su estilo: balbuceante seguridad. Se trata, supongo, de la seguridad que debe de provocar, al cabo de los años, la incansable adulación de los cortesanos, el constante aplauso de las instituciones benéficas, sociales y culturales, y el precioso eco que de sus correrías por el país, inaugurando ferias de la infancia, instalaciones deportivas o locales para la tercera edad, destilan los medios públicos de comunicación catalanes, siempre tan aplicados en el incienso. La seguridad de Ferrusola es la de quien entra en un ayuntamiento, sea cual fuere el color político del alcalde, y encuentra la foto de su marido enmarcada en la pared principal. En todos los ayuntamientos del país, una foto de familia. Es fácil llegar a la conclusión de que la familia, el partido y el país son una misma cosa. No imagino, en otras democracias menos torturadas por el pleito identitario, que tantos problemas aparca y tantas mentiras protege, un uso tan abusivo de los símbolos. Guste o no, el rey encarna simbólicamente el Estado. Pero el presidente de la Generalitat puede cambiar en cada votación: ¿por qué hemos tolerado que un presidente efímero se convierta en símbolo imperecedero?
Más allá de la tempestad que ha provocado, el impudor oral de Marta Ferrusola es muy representativo de un tic familiar convergente, vivísimo en las comarcas de Girona. De buena fe, sinceramente, sin asomo de duda, muchos de ellos creen, en verdad, expresar el alma de esta tierra. Los que no comulgan con su idealismo histórico y nacional, los que creen que la tierra, con ser importante, no es más que un decorado en el que se desarrollan en cada época personas nuevas y autónomas, éstos son considerados o vergonzantes esclavos de un poder exterior o peligrosos quintacolumnistas. No es casual que el desprecio, el miedo y la falta de compasión fueran los únicos sentimientos que esta mujer expresó el otro día, exceptuando algunos detalles de amor maternal. Cuando el cariño hacia los hijos se combina con un tal recelo hacia lo externo, es que lo que se cuece en el alma huele a quemado.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.